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Prólogo en tres capítulos

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X.- El Neomanierismo: Rimas (1977-1990)

        Ya desde el inicio de este prólogo dejé indicado que la novedad esencial de la obra de Fernando de Villena había que referirla a la tradición clásica, y que es dentro de esta tradición y a partir de ella cómo cobra independencia y autonomía su poética. En más de una ocasión a lo largo de estas páginas he remarcado, machaconamente, esta idea porque es para mí la clave que explica su visión del mundo como poeta y determina, consiguientemente, sus motivos y constantes temáticas. Desde el barroco se explican sus desmesuras y atrevimientos formales, su pretendido nadar contra corriente (eso que él llama "pretensión de orates"), y hasta su obra en verso libre, que viene a ser, en definitiva, una variante de su depurado formalismo. Sin la importantísima cantera de experiencias de sus libros en metro clásico, no habría sido posible la consolidación de la voz que campea en Fuegos y Sendas.
        En más de una oportunidad he señalado también la actitud romántica que determina esta mirada al mundo clásico. El propio poeta me ha ratificado en muchos momentos de su vida que esta vocación barroca no era sino una manifestación de su romanticismo inicial. Pero yo sigo defendiendo, por encima de todo, que es lo barroco el eje conformador de su trayectoria, de su voz diferente, y el que informa, en último extremo, sus mejores éxitos como escritor. Lo que ocurre es que su obra en metro clásico ha sido una obra secreta en gran medida y, salvo sus dos títulos iniciales, se ha mantenido inédita y ha venido creciendo y sucediéndose paralelamente a la obra en verso libre. A este respecto puede el lector comprobar cómo la extensión y la hondura de su escritura clásica corren parejas a la de los libros comentados hasta ahora. La compilación de esta poesía reunida facilita al curioso esta importante producción que no era tenida en cuenta a la hora de las críticas y reseñas y que, desde finales de los setenta ha venido incrementándose ininterrumpidamente hasta hoy con nuevos ejemplos.
        Organizado al modo de los antiguos cancioneros, este otro gran apartado de Rimas incluye por consiguiente su Pensil de rimas celestes (Ámbito Literario, Barcelona, 1980), el inédito Damas reales (1981) dividido en tres grandes secciones y compuesto mayormente por sonetos, pero también por otras estrofas de arte menor y epístolas, octavas, églogas, etc.; y finalmente Las Soledades Tercera y Cuarta que compuso el Licenciado Fernando de Villena en continuación de las tan celebradas de Don Luis de Góngora (Genil, Granada, 1981), con las que se cierra el presente volumen.
        La lectura pacífica de sus textos corrobora el idealismo a ultranza de su escritura y la certeza de una voz como pocas en nuestro panorama de esta última década. ¿De qué modo se valoraría hoy, por ejemplo, la dedicatoria "A S. M. El Rey D. Juan Carlos I, Nuestro Señor", que figuraba en el frontispicio de su Pensil, y que contribuyó sin duda al confusionismo, más en aquel tiempo que en éste? Estoy convencido de que el idealismo de su dedicatoria y la belleza de su sinceridad no fueron entendidos en su momento y dudo mucho de que lo sean al presente. También estoy persuadido de que muy pocos escritores contemporáneos -por no decir ninguno- han dedicado palabras tan nobles a la persona del Rey, a pesar de pasearse anualmente por los salones de palacio. Sé que fue expresada su gratitud por la Casa Real para con esta obra. Pero tal vez (por no hacer mudanza en la costumbre) de forma algo protocolaria. Juzgue el lector si estas palabras que no me resisto a reproducir no valen, cuando menos, un cargo permanente como Consejero Real y el ser invitado a las fiestas de palacio a perpetuidad, y no ya sólo por la dedicatoria, sino por los versos que el joven granadino remitía desde su patria natal demostrando prematuramente la gracia y el virtuosismo de su regalo: "Indigno a vuestros augustos ojos ha de parecer, sin duda, este fútil ramillete de poemas que más de dos años de mi vida ha ocupado. Y si mi atrevimiento me llevó a ponerlo ante vuestros pies desde lo humilde de mi condición, no fue tanto por ser uso en los pretéritos tiempos colocar el fruto del intelecto a la sombra de los serenísimos Príncipes y Reyes de las Españas, como por juzgar que no conociendo el pensamiento cadenas terrenales y gozando libre acceso a las más encumbradas regiones, bien podría enviaros el mío como muestra de adhesión a vuestra real persona" (pág. 172).
        Los XXII sonetos que conforman definitivamente este su Pensil revisado, fueron escritos en su mayor parte hacia 1977. Sin embargo, en esta nueva edición, en la que afortunadamente se corrigen las numerosas y molestas erratas de la princeps, se incluyen nuevas muestras y se recolocan otro buen número de ellas, sobre todo en los subapartados que siguen al primer gran bloque de "Sonetos". La depurada dimensión que cobra el conjunto refuerza su validez y confirma la vigencia de su escritura. Esta vuelve a imponerse ahora pulsando el tema mitológico (Orfeo, Ícaro, Prometeo...), el bíblico (Lázaro, Zacarías, Tobías, San Pablo...), el diálogo con la naturaleza o con la Divinidad (VIII, IX), la confesión amorosa, el canto a diferentes ciudades y territorios (Toledo, Órgiva, Castilla...), la muerte y su advertencia, etc., en una suerte de anticipo de las líneas maestras que habrán de presidir sus futuros títulos en verso libre. Los sonetos muestran una notable variedad de rimas y una perfecta construcción clásica, a la par que se sobrepone siempre en ellos un intenso sentimiento, una sensación de verdad que convence. Pronto olvida el lector el artificio, porque inmediatamente se topa con la encarnadura; ésta es a mi juicio la virtud principal de su obra manierista. Véase a título de ejemplo el soneto XII, que anuncia el gusto por la estructura paralelística y que recrea, también anticipadamente uno de sus topoi más recurrentes, el del mar como testigo de sus estados espirituales:

En este mar si fiero, no temido,
la blanca nave de mi amor sucumba,
pues tan vivo lo siento que no es tumba,
pues tan dulce lo vivo que lo pido.
En este mar que en mi interior retumba
-vencedor exigiéndole al vencido-
rompan espumas mi postrer latido
con el vuelo sutil de la columba.
En este mar sin litoral ni fondo
donde, cobarde, del bullir me escondo,
el tiempo olvide su banal trasiego.
En esta calma, en este azul redondo,
en estas aguas, campos de almo fuego,
quiero soñar sin despertarme luego.

                                                  (pág. 325)

        Pensil de rimas celestes marca, pues, la etapa de su despertar literario, cuando Fernando de Villena era aún un estudiante y, sobre todo, un lector voraz y asiduo de la Biblioteca Pública del Paseo del Salón, junto al río Genil, que ha servido de escenario para algunas recreaciones de la Granada provinciana de las primeras décadas del siglo. A esta época se refiere también el escritor en su Atlántida, y más concretamente, en el capítulo "La vida literaria", al que he recurrido en más de una ocasión por lo que representa como apoyatura confidencial y anotación biográfica que apuntala la sucesión de sus obras. Sus palabras referidas a estos años insisten en la amistosa camaradería con el poeta y dibujante José Antonio López Nevot, y en las numerosas intervenciones en actos, charlas y lecturas, en las que hacían gala de su extravagancia que las más de las veces acababa en escándalos y provocaciones. Propongo ahora un jugoso texto que nos trae el recuerdo de aquel nacimiento literario, en el que se adelanta su perfil de poeta en ciernes, hacia finales de los setenta: "Fue luego, ya en la universidad, cuando enderecé mi pluma por las sabrosas sendas de la literatura de nuestros siglos áureos, al tiempo que organizaba con José Antonio escandalosas lecturas o recitales que derivaban indefectiblemente en veladas dadaístas. Vestíamos en aquel tiempo levitas y capas decimonónicas y nos tocábamos con bombines y chisteras. En aquellos recitales -ora en facultades, ora en institutos- arrojábamos sobre un asombradísimo público polvos de talco o cacao, macetas y jarras de agua helada, en tanto parodiábamos el habla de personajes marginales que habíamos ido conociendo a través de los años en plazas y tabernas. No es necesario decirlo: a poco, nadie asistía a nuestros actos y nos fue obligado un largo silencio enjundioso de lecturas antes de dar a luz nuestros primeros libros. Antes de aquel invierno de 1980 en que apareció mi Pensil de rimas celestes, habían ya alentado mi labor creativa los poetas Juan León y Juan de Loxa, a más del sapientísimo don Emilio Orozco que, me enorgullece decirlo, no escatimó elogios para mis églogas. ¡Qué emoción, ay, cuando tuve en mis manos el primer ejemplar de mi poemario! Ya me imaginaba poco menos que en los manuales de literatura. Pero -y esto es lo más importante-, antes de ese año 1980, había yo leído ya más de un millar de libros (tres por semana), los más sacados en préstamo de la encantadora biblioteca pública que Granada posee en los jardines del Salón, aquel edificio con verjas blancas y pintorescos bibliotecarios que no duraban más de un año y con los que, indefectiblemente, entablaba amiganza. ¡Cómo vienen ahora a mi memoria aquellos volúmenes en cartoné, con el lomo de piel y los tejuelos de letras doradas! Pérez de Ayala, fray Antonio de Guevara, D'Annunzio, Mujica Láinez, Larreta, Barret, Emerson, Tertuliano, Boecio y tantos otros llegaron a mis manos de las manos de aquellos singulares bibliotecarios. Días eran en que creí ser algo, me entregué un poco demasiado al culto de la individualidad y, por ello mismo, sufrí harto" (págs. 49 y 50).
        Larga cita que era preciso traer aquí para recuperar el color de los días en los que se gestó su primer libro. A algún lector podrá extrañar el activismo provocador de sus intervenciones públicas que tanto contrasta con la mesura o el recato de sus composiciones poéticas. Pero así es el poeta, un individuo lleno de contrastes. Si capaz, por un lado, de epatar y sacar de sus casillas a los elementos más recalcitrantes de cualquier reunión, capaz también, por otro, de ocultarse sin aviso por sus laberintos espirituales y sus silencios, a veces prolongados... Recuerdo que era el primero siempre en componer fiestas, inventar efemérides o proponer los juegos más insólitos y recuerdo también que cuando dejaba encendida la alegría, gustaba esfumarse sin que nos percatáramos de su maniobra. Algo de ese vértigo observo ahora en los sonetos de este Pensil y en muchas otras muestras de sus Rimas: una evidente rotundidad estilística y un mundo de salidas hacia lo sugerente, lo milagroso, lo trágico, al que se accede por los peldaños de su voluptuoso bien decir.
        En esta nueva reordenación del Pensil han quedado exclusivamente los sonetos, puesto que tanto la "Égloga I", el apartado "Jardín del verbo" (que reúne una "Guirnalda de rimas a don Luis Carrillo y Sotomayor"), como la "Égloga II", pasan a integrar la última de las secciones de Damas reales, el texto inédito más vario y más amplio de cuantos conforman esta otra gran subdivisión de su poesía completa. En efecto, Damas reales, que originariamente concibió el poeta como un libro amoroso en el que habría de darse repaso a las distintas aventuras eróticas de su vida, pretendía ser una galería de personajes femeninos, un censo, si cabe, de aventuras galantes. El resultado final del poemario supera con amplitud esta pretensión inicial, si bien permanece en gran parte la idea primera, sobre todo en "Alba y ocaso de amor" (1981), el conjunto con el que se inicia el libro, que incluye los sonetos del XXIII al LXII. La idea del recuento se diluye y las composiciones más bien se decantan hacia una nueva reflexión sobre lo amoroso en sentido amplio, a la vez que alternan con otros ciclos en los que el tiempo matiza la experiencia afectiva: esto puede observarse en la suite de poemas que se titulan con los nombres de los meses del año. Algunos otros sonetos ofrecen su contrapunto. El léxico exhibe también aquí rutilantes ejemplos de arcaísmos y términos barrocos, tales como: "ledo", "flavo", "cimófana", "vestes", "cinérea", "nébula", "ampos", "vestiglos", "umbrática", "espuendas", etc., pero en esencia su discurso no impone otras novedades mayores. Puede decirse que esta primera sala es una suma de variantes sobre obsesiones antiguas, en las que el lector sigue recibiendo el regalo de la imagen imprevista, la recreación de algunas claves ya conocidas por otros poemarios y la evidencia de los estados emotivos que pueden considerarse próximos a toda esa etapa primera en la que se mantiene una lectura desencantada de lo real.
        Al brevísimo intermedio de "Plaza de la melancolía" que integran dos sonetos únicamente: "Alcázar" y "Claustro", sigue el tramo final titulado "Rosa de madrigales y espina de soledad", una sección que se nutre tanto de sonetos como de una variada serie de poemas escritos en distintos metros y estrofas, procedentes de poemarios anteriores. Así lo inédito alterna con las composiciones ya publicadas tanto en Pensil de rimas celestes, como en El libro de la esfinge, según dejé indicado más arriba.
        Aunque compruebo en los manuscritos del poeta los títulos de muchas composiciones tachados y reemplazados por los números romanos que indican el orden, puede verse, no obstante, que tras esas tachaduras se ocultan nombres diversos de mujer (Rosario, María Luisa, Carolina...) y, a pesar del discreto ocultamiento, ello explica, en definitiva, que el autor quiera mantener el título de Damas reales, aun a costa de privarnos de los nombres que, en una primera instancia, figuraban al frente de los sonetos. Algo importante de aquella intención que tenía como objetivo el recuento galante queda, por consiguiente, en el libro y pocas dudas albergamos sobre su voluntad inicial de convidar a la fiesta de sus versos los recuerdos de las damas reales que tanto alteraron sus años juveniles, dándole justa fama de enamorado. No en vano en esta parte tercera se suceden las descripciones y las quejas amorosas, junto con las reflexiones sobre los desvaríos de la juventud y la soledad desde la que se escribe. También la gran vertiente del arrepentimiento y la meditación sobre el empeño vano del mundo reaparecen en este último tramo, alternando con piezas dedicadas al paisaje, a la naturaleza, al ideal casi inalcanzable. De igual suerte -todo hay que decirlo- se incluyen aquí sonetos que no escatiman el nombre real de la dama, pues que no todo ha de ser disimulo y encubrimiento, y así Nines o Carmen o Lourdes llevan dedicados sus versos.
        El ramillete de sonetos se cierra, finalmente, con las muestras que, provenientes de El libro de la esfinge, se consagran a Granada. Con ellas se alcanzan los CXV sonetos desde el primero de Rimas. También del mismo libro se traen a este lugar los poemas que inician las "Composiciones de Arte Menor", en las que sigue siendo su patria natal el tema de inspiración por excelencia. Este tramo se culmina con otros ejemplos de romances varios. Por lo que se refiere al último apartado estrófico, el titulado: "Epístolas, Octavas, Églogas, Varia", destacan especialmente las epístolas. La primera "Que, transido de nostalgia, escribió Fernando de Villena a su hermano Ignacio", es una hermosa confidencia desde Segovia de su añoranza de Granada. ¿Qué mejor interlocutor podía haber escogido el poeta que Juan Ignacio, el sabio hermano, amante de las raras antigüedades, viajero y peregrino, culpable, en fin, de muchas exquisitas aficiones del autor y, sobre todo, de su amor por la ciudad de la Alhambra? A él le escribe urgido de añoranzas y le expresa:

Así pues, cuanto Dios acá me entrega,
buen Ignacio, esta larga maravilla,
a colmar mis anhelos nunca llega
pues, si plena, si mística es Castilla,
siempre queda mi espíritu encendido
por volver a ciudad que tanto brilla,
por volver donde luz tuve y latido.

                                                  (pág. 393)

        En la segunda epístola recrea Fernando una aventura adversa que rubricó su fama de galanteador intrépido. Veladamente y con la cobertura de los mitos se la expone a su amigo -nuestro lejano amigo- Ricardo Proupín. Fue hacia finales de un verano en la costa tropical. Nos habíamos dado cita varios poetas para tomar parte en un recital que organizaba el malogrado Manuel Carrasco. Recuerdo que asistían entre otros: Isla Correyero, Antonio Enrique, Carmelo Sánchez Muros, Salvador López Becerra, Mercedes Escolano, etc. La noche estaba llena de incentivos y la fiesta se presumía imparable en la sala al aire libre colmada de gentes variopintas. Debía resolverse hasta la elección de una Miss, reina que había de ser nombrada de toda la costa tropical, con lo que las bellezas femeninas proliferaban desconcertándonos, cortándonos el aliento a cada instante. Formamos parte, incluso, del jurado que escogió a la ganadora. Entre tanto Fernando ya se había asignado su premio particular -una jovencita bellísima- con la que había salido a dar un peligroso paseo por los oscuros alrededores. Nadie se extrañó de su ausencia, por cuanto era frecuente en él este recurso. De repente la joven vino a darme aviso de que mi amigo se había caído por un precipicio. Estaba tan nerviosa que se mezclaban la risa y el llanto en su confidencia. Tanto fue así que yo, en un principio, tomé a broma su escueto anuncio: "Tu amigo se ha caído, ven y ayúdame". Muy pronto comprobé la razón de su inquietud. La seguí por los cañaverales y, en efecto, alcancé a oír presto los ayes de dolor de Fernando, que yacía postrado en un hondón, en medio del campo. Fue una terrible caída desde altura considerable que destrozó su calcáneo por varias partes. El ajetreo resultó inmenso. Al final pudimos sacarlo con ayuda de un titán que se brindó a tomarlo en brazos. Linternas, voces, bomberos, avisos, revuelo, en fin, hasta que llegó la ambulancia que lo trasladó a un centro médico de Granada y tras la que marchamos sus incondicionales. Nunca olvidaré sus gritos de dolor, el sufrimiento en aquella clínica y cómo lo dejamos tras largas horas de inquietud, sin que pudieran hacerle efecto los calmantes...
        Desde entonces cambió mucho Fernando. Aquella fue, en efecto, su caída paulina, y así nombra el capítulo en donde se recrea esta hazaña en su novela Atlántida interior. Desde entonces empezó a variar su carácter y una suerte de arrepentimiento barroco y megalómano fue cundiendo en sus adentros. Yo bauticé a aquella mujer con el nombre de "La dama del Abismo". La he vuelto a encontrar después, al cabo de los años y le conté que ya formaba parte del anecdotario lírico que nos ocupa porque ella, al día siguiente, partía para Alemania y desconocía el alcance de aquella aventura. Pues bien, con estas precauciones, refiere en su "Epístola a Ricardo" su imprudente paseo, el poeta:

Colmado había ya su troje fuerte
de vegetales oros el verano,
cuando nombre tomó de yel mi suerte:
abriendo puertas a septiembre, ufano
de llevar sobre sí frutos sabrosos,
marchóse agosto a su cuartel lejano,
cuando en los pasadizos más dudosos
de una noche sin luna y sin entrañas,
con ropajes de Baco prodigiosos,
bien que por las de Venus zainas mañas,
(por mis culpas) me vi en gran precipicio:
Ícaro en fin sin alas fui ni hazañas.

                                                    (pág. 394)


EL POETA JUAN J. LEÓN

        La versión humorística del suceso la cuajó en un soneto impagable el poeta Juan León. Un soneto que se recoge en su libro Del corazón y la experiencia ("Ánade", Granada, 1988) y que pertenece a ese venero suyo de poesía satírica. Lo titula el poeta "Donde se cuentan las desventuras de un andante caballero". La dedicatoria es bien explícita: "A Fernando de Villena que salióse al campo de caballero andante y volviéronlo a su casa de caballero cojitranco". Y el soneto en cuestión reza:

Al toque infiel de un búho trompetero
y a punto y coma de rayar el día,
con premeditación y alevosía
salióse al campo un noble caballero.
Llevaba como paje o escudero
una jocosa y dulce compañía
que pellizcaba con procaz porfía
cuando de pronto se acabó el sendero.
Cayóse por un tajo el noble infante
cuan largo era y larga la tenía
en tal momento y por razones tales.
Quedóse tan tullido en adelante
que clama desde entonces noche y día
culpando al ciego amor de tantos males.

                                                      (pág. 119)

        La primera serie de octavas reales que sigue, también proviene de El libro de la esfinge y casi toda gira en torno al río Dauro, uno de los enclaves preferidos del poeta. Pocos autores granadinos han sabido entonar una alabanza tan recamada y tan sentida, como la que puede seguirse en estos versos, hacia el río predilecto, que el creador vivifica y humaniza, convirtiéndolo en cómplice de sus pensamientos.
        Los poemas que se sitúan a continuación de éstos que sobre el Dauro versan, se extraen de la versión primera del Pensil, la que abría el libro, como antes señalaba. Entre ellos resalta, en primer lugar la "Égloga I", también en octavas, tan celebrada por don Emilio Orozco, en la que los pastores Lino y Bato, se intercambian sus quejas. Lino, enamorado del brillo de Selene, no atiende a los consejos de Bato, ni a su invitación para que goce de su juventud y conozca el amor de las doncellas, pues Bato no comprende el imposible sueño de su amigo. Lino al fin, para sorpresa de Bato y del lector, conquista su sueño, al avenirse la redonda luna a los reclamos del pastor amante. Este es el subrayado: es posible un más allá, es posible alcanzar lo impensable, es posible el viaje hasta el límite de nuestras pretensiones, aunque éstas sean el ansia de la luz o la conquista de un astro, si es la literatura la que lo propicia. ¿Quién pone en duda el paralelismo de estos versos con el ansia de infinito que recorre a unos pocos ingenios del presente?
        La "Guirnalda de rimas a don Luis Carrillo" constituye el homenaje del poeta al escritor cordobés, sobre el que versó también su tesis doctoral, que dirigió el catedrático granadino don Antonio Gallego Morell. Un resumen de la misma se publicó bajo nuestro cuidado, con el título de El primer culto de España: don Luis Carrillo de Sotomayor (Granada, 1984). En su "Guirnalda" el poeta entona su alabanza haciendo gala de un formalismo virtuoso que, como en tantas ocasiones, queda incluso superado por la verdad feroz que dinamiza su estilo, del que se sirve para reivindicar al cuatralbo y rendirle tributo:

Elevad so la ingente turbamulta
a este excelso poeta y fénix hombre.
Llevadlo entre jazmines con vosotros.
Queden luchando con las letras otros.

                                                    (pág. 405)

        Damas reales, como conjunto de textos, va más allá de lo puramente amatorio que el título propone, si bien hay que convenir en que es el amor el tema capital que aquí se yergue, por encima de la añoranza del sur, por encima del paso del tiempo, el desgarro espiritual o los homenajes. Lo que ocurre es que, al ampararse bajo el artificio formal que se ciñe al soneto o que refrenda la ambientación bucólica, pareciera que pasa más desapercibido. Sin embargo, su discurso sobre el amor y su lectura pesimista de entonces sobresale más, si cabe, en aquellas composiciones en las que se hace mayor alarde de un manierismo estilístico. Así lo observo, por ejemplo, en la "Égloga II" que corona este penúltimo libro. En ella abarca el lector dos momentos significativos: al principio se asiste a la quejumbrosa exposición de Palamedio, que se duele de los desdenes de la ninfa Atis, y está dispuesto a dejarse llevar por su desesperación... Más tarde -mientras se oculta este pastor- entran en la escena otros dos, Flegias y Memio, que encarnan, a su vez, diferentes maneras de entender la existencia. El primero entona un cántico de celebración que subraya la alegría -"¡Oh gozo! ¡Oh vida! ¡Oh confusión dichosa!-, mientras que el segundo es una viva manifestación del desencanto y la desesperanza. Su visión negativa de la existencia queda bien patente en estrofas de esta intensa plasticidad:

Es la vida cansancio y olvidumbre.
Casi sierpes los hombres aferrados
de la tierra a la mucha podredumbre,
por pequeñas miserias obcecados,
sin atisbos tener dentro, de lumbre,
con ramas de ignorancia coronados,
marchan y marchan sin razón, sin miras,
tropezando en Caribdis de mentiras.

                                                  (págs. 409-410)

        La porfía de ambos pastores sobre los modos diferentes de sentir el mundo servirá de pórtico -cuando éstos se oculten por las frondas- al desenlace trágico de Palamedio, quien se suicida arrojándose desde un acantilado. Bellísima obra, redonda y total que demuestra cómo, frente al panorama errático y banal de la poesía de hoy, existen voces que saben preservar, encendida, la hoguera de la mejor tradición, la misma que nos sigue quemando el sentido por su novedad, por su reto sin límites, la misma que nos vuelve a dejar inermes al plantarnos ante el milagro insólito de la creación, de la creación enemiga de los pragmatismos. Yo creo que ya ha pasado el tiempo ese bobalicón en que se apuntaba con el dedo al poeta que volvía al metro clásico o que ponía en boga recursos y decires de otras épocas. Sí, hablo de esa delación que tanto se observa en algunos cenáculos y que casi siempre es heredera de prejuicios políticos ultramontanos o de posturitas eróticas y efébicas. ¡Qué gran lacra el efebismo infiltrándose, totalitario, en nuestras letras! ¡Qué postergación de nombres, qué ceremonia de la confusión!
        Estoy persuadido de que nuestros verdaderos contemporáneos son aquellos autores con los que establecemos un intercambio espiritual, aunque hayan muerto hace milenios. El caso de Fernando de Villena es ejemplar en nuestro fin de siglo. Por más que busco, no encuentro voz que pueda asemejársele. ¿Quién ha pensado en llevar, como él, bromas tan serias adelante? ¿Quién puede hacer alarde de una dicción tan lujosa, tan llena de ingenio, que ni aun los años consiguen desdecir? Hablo desde la sinceridad más absoluta: al lado de esta obra, las que oigo que se ponderan por ahí no hacen más que aseverarme el estado terminal de la pseudoética militante que acapara las tribunas de poder ofreciéndonos sus cuadernos llenos de silencio como modelo a seguir, cuando no de fracasos; pero siempre de atonía, de abulia monótona. Afortunadamente contra este bostezo gigante la lectura de libros como Damas reales, inexplicablemente inédito hasta hoy, vale como el mejor antídoto.
        Este gran ciclo que bajo el nombre de Rimas muestra al lector las obras primeras de la trayectoria del poeta, y aquellas otras inéditas que también responden a su inquietud por la tradición áurica, se culmina finalmente con la que fuera su segunda entrega, Las soledades Tercera y Cuarta, broche singularísimo, cierre de gala de este recuento que era urgentísimo tuviera ya el lector entre sus manos. De nuevo aquí es la sorpresa la sensación que se impone, pues el joven autor se atreve a continuar las Soledades del cordobés insigne, para pasmo y desconcierto de cuantos entonces estaban entregados al cultivo de una poesía menor conquistando prebendas y coronas. Yo también tuve que ver con este libro, que me entregó el desaparecido y recordado profesor Nicolás Marín, no sin antes dejarme bien expresa su profunda admiración por la obra que me confiaba. Poníamos en marcha por aquel albor de la década de los ochenta, una nueva colección poética cuyo diseño y cuidado se me encomendó; se trataba de la colección Genil, que vio la luz gracias al patrocinio de la Diputación de Granada y a los desvelos del sensible escritor que es Carlos Asenjo Sedano, por entonces encargado de la parcela cultural en aquella institución granadina. Yo diseñé, siguiendo los criterios que se convinieron, unas ediciones que se pretendían sobrias, muy desnudas, casi juanramonianas en su apariencia estética, si bien, como he hecho en tantas otras ocasiones camuflé mi nombre tras uno de mujer. Después de dos libros magníficos, uno de Rafael Guillén y otro de Vicente Sabido, apareció éste que nos ocupa, de Fernando de Villena, a quien por entonces había yo tratado muy poco. La edición de la obra fue un motivo más para estrechar los lazos con el poeta. En su cuidado participó con su entusiasmo y profesionalidad el profesor Ángel Moyano, a quien, como muy certeramente afirma Rodríguez Pacheco, tanto debe la poesía española contemporánea, sobre todo la andaluza. Sin su entrega abnegada y altruista, que ha demostrado desde hace tantos años, jamás hubieran aparecido libros capitales que hoy son palpables logros de la incipiente industria editorial andaluza. A él también mi homenaje de gratitud desde estas humildes líneas.
        ¡Qué atrevimiento encantador el del poeta al maridar sus versos con los del propio Góngora!, pensaba yo cuando revisaba las pruebas de la edición, y ¡qué actuales sus versos, qué frescura, qué verdor, qué regalo para la inteligencia y los sentidos!, pienso ahora, al cabo de tanto tiempo, cuando los vuelvo a tomar en consideración para presentarlos en esta recopilación definitiva. En efecto, a la sorpresa del Pensil siguió esta otra aumentada de registro que son las Soledades, y no la hubiera habido de no ser constatable desde las primeras estrofas la maestría y buen hacer del creador...
        La "Soledad III" nos muestra al peregrino que atraviesa el otoño, un otoño esmaltado de imágenes, de hipérbatos, de ensayos y experimentos formales donde los viejos tópicos de la dicción barroca parecen recobrar sangre nueva y revivir con todo su esplendor. El viajero degusta el mosto joven y atiende a unos vendimiadores que frente a un "Baco singular, grotesco, blando", danzan pisando la uva, al tiempo que intercambian una alabanza hiperbólica del vino y de sus propiedades. En su errabundo tránsito el viajero llega hasta un campamento en el que unos pastores descansan junto al fuego y gusta allí del cántico armonioso de un garzón -"Entre ángel y doncella / entre deidad y niño"- que entona sus penas amorosas. Tras la noche y el sueño prosigue su andadura al despuntar del alba, llegándose hasta el mar:

Así, no bien la luz fue, más que indicio
tesoro avasallante,
se halló el joven errante
sin otra que su cuita compañía,
pues ya en la lejanía
los pastores cuidaban de su oficio.

                                                  (pág. 424)

        La pieza se culmina con una fusión de las quejas amorosas del andante que frente al decorado de la naturaleza melancólica evoca la figura de la amada, de la lejana amada, puesto que si la naturaleza ofrece ejemplo de mudanza y de cambio, el amor brinda otro -en el pecho doliente- de permanencia y de perseverancia obsesivas. Los recuerdos amorosos, entremezclados con las descripciones del otoño adverso conducen al lector hacia un esfumato gradual en el que el caminante se desdibuja -"siempre acechado de tristezas hondas"- para perderse en los arcanos de la noche.
        El invierno acontece. Y es un invierno no ya real, sino también simbólico por lo que entraña como tiempo más adverso aún que el otoño. La "Soledad IV" se ambienta en él y de él se sirve para subrayar el frío, la inclemencia, la dificultad que acompañan al caminante por los intrincados senderos de nieve y de peligro. La naturaleza es ahora enemiga. Cruzar un río es peligroso reto; subir una montaña otro imposible. Hosco también el verso parece contagiarse de aquellas inclemencias y discurrir paralelo al destino del caminante y héroe de la historia. El desencanto, la desilusión, se hacen patentes cuando se observa -"Narciso no, que mucho se desama"- a sí mismo reflejado en las aguas:

La cara ajada ve, que ayer lozana,
de afrontar descaminos, pues, tan varios,
de tanto combatir los elementos,
de tanto amor, de tanta lucha vana;
que al fin son los más duros adversarios
los propios pensamientos.

                                                        (pág. 430)

Refugio busca en una gruta en la que enciende el fuego para espantar las fieras y soportar la noche. Y prosigue su camino al despertar del día. Es el invierno, que impone su reinado y despliega su universo dificultoso e indomeñable. Cuando aspiraba a conquistar la cima de una montaña el viajero sucumbe, rueda y se hiere al golpearse con una roca. Puede así ver cómo su propia sangre contrasta con la nívea blancura. Por fin accede hasta la altura y desde allí contempla el paisaje, el vasto territorio que recorren los ríos serpenteantes y que adornan las diminutas casas de remotas aldeas. Ya se anuncia el destino fatal de su andadura, mientras contempla a los pájaros que vuelan en la fría atmósfera, agoreros de su triste final. Desde la cumbre al cabo se apercibe de su suerte contraria. Desde allí, con la complicidad de toda la naturaleza que recoge su postrer lamento y al igual que el pastor Palamedio de su "Égloga II", se arroja al vacío cumpliendo trágicamente su destino. La naturaleza amortaja al peregrino finalmente con su "coruscante sábana de nieve".
        Esta es la trayectoria íntegra y éste es el balance de más de una década de creación poética en la que se ha forjado su estilo. Esa dual manera de concebir la escritura resulta finalmente una, porque en el fondo es la misma inquietud la que prende tanto en sus versos de metro clásico como en aquellos otros -que antes comenté- en verso libre. Fuegos y Sendas y Rimas componen así hasta hoy la totalidad de su propuesta lírica, si bien en este lapso ya ha gestado el autor algunos otros libros que marcarán, sin duda, hitos importantes en este otro decenio que acabamos de inaugurar; me refiero a Año cristiano, y a un texto cíclico sobre las estaciones que creo es al presente su más próxima aventura.
        A modo de conclusión me gustaría insistir en aquellas claves que he ido apuntando a lo largo de estas páginas, y que me parecen definidoras de su voluntad de estilo y conformantes de esa singularidad de su poética. Si tuviera que enumerarlas como recordatorio habría que comenzar por destacar como primera y acaso más relevante la importancia del componente autobiográfico, que preside toda su producción y que nutre la mayoría de sus títulos, no sólo ya de su obra novelística en la que es prácticamente el eje primordial la confesión de la propia vida, sino también de la casi totalidad de sus entregas líricas. Le sigue en relevancia la concepción barroca de la existencia en una doble vertiente: por un lado como fiesta de los sentidos, y por otro, en tanto que advertencia del fin trágico: el desengaño. Notorio ha sido también el recurso a la fermosa cobertura del mito como fórmula para la confidencia. Hay un proceso entrañador, una reencarnación actualizadora que sobrepasa con mucho la cita erudita o el mecanismo puramente referencial. Orfeo o Ícaro, por ejemplo, constituyen trasuntos de su propia realidad vital. Parejo a las dos claves iniciales se desliza un sentimiento romántico que impregna gran parte de sus versos y que puede seguirse no sólo en los temas más reiterativos de su obra, que cifraré en breve, sino también en los fragmentos reflexivos en los que alienta el oleaje wertheriano de un corazón insatisfecho.
        Por otra parte se observa en sus escritos una relación traumática con lo real, de ahí que se imponga la transfiguración de la realidad por medio de recursos retóricos que tienden a lo alegórico, a lo simbólico, a lo metafórico y que imponen, cuando menos, la lectura de dos planos, que discurren, frecuentemente, paralelos. Otra constante de su estilo se comprueba en el empleo de técnicas que comportan una clara reivindicación del ingenio. A este respecto, en un reciente libro -verdaderamente fascinante- de José Antonio Marina, titulado Elogio y refutación del ingenio (Anagrama, Barcelona, 1992) se afirma que "el ingenio no es una diversión, sino un ambivalente modo de supervivencia" (pág. 21), palabras que me parece definen con precisión la postura vital que ha escogido Fernando de Villena. Más adelante escribe el profesor Marina: "Las culturas han tendido siempre al barroquismo por un exceso de insaciable inventiva. Nunca le ha bastado al hombre con lo que veía, sino que, poseído por una furia fabuladora incomprensible, ha creado los más descabellados y hermosos mitos para explicar lo evidente. Somos incapaces de contentarnos con ver sin inventar, entre otras razones porque sin inventar no vemos nada" (pág. 32). En efecto, este mecanismo de invención y de ingenio en continua actividad, confiere una sensación de dominio lingüístico, de novedad y de gracia a su decir que inmediatamente prenden al lector más reacio.
        Toda su obra, en suma, demuestra la elección de la Literatura como destino. Su trayectoria es ejemplo manifiesto de esa apasionada vivencia de la Literatura, a la que se rinde un homenaje permanente. Las glosas, las citas, los nombres, sólo indican parcialmente su entrega a esta aventura. Nada ficticio hay en su poética por más que ésta se aferre al artificio o haga alardes de manierismo. Esta verdad sólo se constata siguiendo con rigor el devenir de su escritura.


IN ICTU OCULI (VALDÉS LEAL)

        Por lo que hace a los temas primordiales destaca en primer término: la omnipresencia de la muerte; de la vida sentida como anuncio de la muerte, que se ha venido evidenciando en la práctica totalidad de sus entregas, puesto que ninguno de sus libros escapa a esta certidumbre. Le sigue en impor-tancia el amor, asumido como meta espiritual. Dos aspectos sobresalen y se complementan: por un lado la nostalgia de la amada -esa presente ausencia- que dinamiza toda su etapa inicial y que se prolonga hasta llegar a Vos o la muerte. A partir de este título se produce un giro hacia la órbita de lo conyugal en donde el tema amoroso -por otro lado- adquiere visos de celebración. Otro universo temático que forma parte inherente de sus primeras publicaciones es el de la soledad, desde la que tiene lugar su queja, su protesta vital y que viene a ser una mezcla de las tres soledades de las que hablaba Rilke: la fatal, la mística y la del escritor.


SIC TRANSIT GLORIA MUNDI

        La naturaleza como trasunto de los distintos estados de ánimo, e incluso como confi-dente, aparece en sus versos idealizada, mitificada, vivificada, nunca como decorado. El mar, el ocaso, el invierno servirán de marco alegórico para el rito del yo o la reflexión teñida de pesimismo, pero también como lenitivo para los pesares del espíritu. A todo ello hay que sumar la obsesión por el paso irremisible del tiempo; de este aspecto temático dependen otros núcleos secundarios tales como la conciencia de la pérdida de la juventud, el gusto por lo efímero, la fugacidad de lo terreno o la obsesión por el presente, el hoy, el ahora en el que se produce la creación, con referencia directa a parajes nocturnos y rincones de la ciudad, en donde tiene lugar la constatación del cansancio existencial.
        El ansia de absoluto, de armonía espiritual, enlaza progresivamente con el tema de Dios, la fe, su ausencia, la creencia, siempre desde los márgenes de un neocatolicismo que abunda en la condena de las fuerzas del mal, del pecado, etc. El paradigma clásico de otros héroes literarios (Aldana, Carrillo, Góngora, Herrera, Soto de Rojas, Ganivet, etc.) auspician el tratamiento con amplia gama de matices.


F. DE VILLENA (2004)

        Si a todo ello unimos la importancia de la sensorialidad, del cromatismo, que propician ese clima de intensidad lírica abonado por la gran variedad y versatilidad de fórmulas y recursos estilísticos, no cabe duda de que estamos ante una propuesta que partiendo de la tradición heredada es capaz de infundir un fuerte sentimiento de disidencia con respecto a las poéticas que se ofrecen en nuestro panorama literario más reciente. Esta es sí la obra de toda una década, el recuento de una apuesta en la que se percibe un neto predominio de lo lírico sobre lo épico o lo narrativo, y en la que se sugiere la vuelta convencida al intimismo y el culto a la belleza como fórmulas inequívocas para la creación; una creación que no esconde, por ello, la inquietante denuncia de nuestro mundo en crisis. Ojalá que este brillo, este sol, esta lumbre, sirvan para sellar el nihilismo de tantas bocas.

José Lupiáñez

Prólogo en tres capítulos

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