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PROGRAMA


        Celebramos, en esta tarde de mayo, el reencuentro con una de las voces mayores de la poesía española de las últimas cinco décadas. El reencuentro con una voz insustituible, en la que vibran el tiempo y la historia, que la hacen más verdadera. Es decir: reencuentro con el testimonio, no sólo de su individualidad, sino de su tiempo y de su circunstancia feliz o desolada. En sus palabras está la savia de esa raíz común que al árbol de todos alimenta. En su queja o en su añoranza se presienten la queja o los desvelos comunitarios. Y esta celebración, este reencuentro es, a mi parecer, un acto cívico por excelencia, es un acto de paz (que siembra su inquietud, claro está), pero que a mi modo de ver da mayor sentido al hecho de estar vivos y de tener sed, necesidad de ese canto... El poeta devuelve su verso a los suyos, a sus primeros destinatarios naturales, es decir, a nosotros, sus contemporáneos, porque luego ese canto seguirá su destino y entablará diálogo con generaciones venideras, cuando ya no estemos ni seamos. En ese canto del poeta se resumen nuestras vidas y es como si el mensaje de todos lo arrojáramos, alojado en el cristal de su palabra, al océano de los siglos. Su voz nos representa...


JOSÉ HIERRO EN LA REAL ACADEMIA

        He hablado de testimonio, de tiempo, de conciencia, de canto y de un nosotros que nos implica a todos, empezando por el propio escritor. Y lo he hecho, convencido de que en esas palabras se anticipan algunos principios de la poética de José Hierro, que es una poética que se debate entre el dolor y la alegría, entre la nostalgia y la esperanza, entre la realidad y el deseo, ¿por qué no?; una poética que surge de la pugna entre el fiero amor a la vida y la amarga experiencia de nuestra precariedad. José Hierro es, probablemente, el poeta que nos dijo con la mejor transparencia que la poesía es vida que se vive y vida vivida... Desde esa conciencia del tiempo nace, creo yo, su universo, que es un universo vitalista y dramático, un universo de instantes sucediéndose, de instantes eternos... Sí, aparecen en sus poemas la secuencias de una vida, que es la del poeta y también, en parte, la de un nosotros en el que ingresamos todos, porque, como muy bien nos recuerda Hierro: "Quien lee a un poeta descubre mucho de éste, al tiempo que descubre mucho de sí. Y mucho de su tiempo".
        Ese dinamismo nos transmite su obra, ese dinamismo fatal, que es sentimiento de tránsito irreversible... La acción, la vida furiosa, la emoción, la pasión nos redimen momentáneamente del vacío que acucia. Aunque se trate de una pasión inútil. Sin embargo, ese estado de conciencia nos vuelve alegres, pero de una alegría extraña, porque a ella llegamos a través del dolor... No obstante, estamos vivos y esa fuerza nos lleva: "somos alegres porque estamos vivos", dirá el poeta. La propia muerte nos empuja a estar vivos, nos obliga a esa constancia de intensidad vital.


EL JOVEN HIERRO

        Si evocamos, aunque sea someramente, sus títulos y recorremos mentalmente su obra, que es una obra presidida por el rigor y por la exigencia, por el ritmo y la arquitectura, por la palabra llana, iluminada, precisa, insustituible y la visión, los símbolos, las fábulas, las alegorías, el misterio; si volvemos a recorrer ese camino hacia el corazón de la obra de José Hierro, comprobaremos cómo late en ella un aliento cordial, un darse sincero, una entrega a través de las palabras, en las que se inmola el hombre que vive y que sueña o que sufre todo cuanto nos dice... Esa cuidadosa atención al ritmo, esa preferencia por lo musical, por la música, o el mismo llevar los poemas, en su vaivén asonantado de metros cortos, hacia lo que es canción, con ritornello, con proximidad al pálpito popular, supone -creo yo- una apuesta por la claridad; la claridad que en él siempre está en lucha con las sombras.
        Es inevitable citar por milésima vez los modelos expresivos en los que resume su manera de decir, esos dos modos fundamentales de su lírica: el que trata los temas "de una manera directa, narrativa", sirviéndose de un "ritmo oculto y sostenido, que pone emoción en unas palabras fríamente objetivas", es decir, esa técnica que el propio poeta llama "de reportaje". Y otro segundo que define como "alucinaciones", en el que "todo aparece como envuelto en niebla". De lo concreto a lo borroso; o mejor: de lo borroso a lo concreto, ya que su apuesta se decanta por la palabra lisa y cotidiana, sin que ello signifique exaltación del simplismo... Esos dos caminos alternan en su obra y se confunden a veces o comparten otros planteamientos en los que el alma del poeta zigzaguea entre el pasado que pesa, el presente fugaz y el futuro incierto. Pero siempre la sencillez, que es precisión, tino en la búsqueda del tono idóneo. Ya en la célebre Antología consultada de Francisco Rives, de 1952, en la que, por cierto, fue José Hierro el autor más ampliamente votado, adelantaba su opinión el poeta sobre la oscuridad y el misterio en estos términos: "Es preciso hablar claro. La oscuridad es defecto de expresión. El misterio es lo irrazonable del pensamiento poético. A un poema no se le puede quitar misterio ni se le puede añadir oscuridad. El misterio ha de ser abordado, hasta donde se llegue, con claridad de expresión. Lo difícil ha de ser expresado con sencillez".


CUANTO SÉ DE MÍ

        Otra singularidad a tener en cuenta es su concepción de la obra total. No es poeta, de versos, ni de poemas, aunque nos tatuara a todos la conciencia con muestras soberbias de unos y de otros, sino de obra total, porque sólo en ella está el sentido pleno de su discurso. Obra en marcha: palabra y silencio, cuando este es necesario. Porque también Hierro nos ha enseñado a guardar silencio, y ese silencio se ha incardinado al canto y no precisamente como una fractura. Obra, mundo, vida en palabras, contra la muerte, contra el vacío. Sobre esta unidad se pronunciaba el poeta en unas declaraciones a ABC (3 octubre 1974), subrayando la continuidad esencial que define su obra: "Como en toda vida -afirmaba- existe en mi obra una evolución, aunque ésta se efectúe sin grandes cambios de actitud poética o vital. Soy un poeta monocorde... las diferencias entre los primeros y últimos poemas son, la mayoría de la veces, de matiz". Y es cierto, sus libros no pueden considerarse ciclos cerrados, sino universos abiertos e interconectados. Temas, motivos, reflexiones, reaparecen en las distintas entregas, estableciendo lazos, matizando o contraviniendo presupuestos anteriores. Su obra es un todo orgánico, en el que los poemas, ya lo decíamos antes, aparecen como secuencias sucesivas. Esto quiere decir que en sus primeros libros ya está fundamentado su discurso, que irá ganando en hondura y depurando lo emotivo y lo reflexivo, al tiempo que adentrándose en otras experiencias más complejas, evidentes en sus últimos títulos. Pero desde Tierra sin nosotros (1947) al reciente y celebrado Cuaderno de Nueva York (1998) no existe ruptura, ni mutación o desvío esencial de su poética, ni vacilación en la búsqueda permanente del rigor verbal, ni ocultamiento de la lucha espiritual que ha sido la constante de su testimonio.
        Tierra sin nosotros (1947), aparte de ofrecernos ese nosotros fundacional de su lírica, es libro de un profundo desvalimiento espiritual, que se contrasta con la naturaleza (tierra, mar, cielo, en sus ciclos), sin ocultar la búsqueda agónica de las razones que puedan justificar la situación del hombre en esta realidad terrena, ni evita la reflexión desesperanzada sobre su destino final. Canto de los desposeídos y canto del dolor, que la conciencia existencial aviva. Pero ese dolor será, precisamente, el camino que conduce a la Alegría (1947), su segundo título. El dolor nos muestra nuestras limitaciones, nos sirve para conocernos mejor y reconocernos en las más duras encrucijadas del vivir. La alegría está más allá del dolor y es un valor de orden superior, cuya conquista está marcada por el esfuerzo permanente, el desaliento y las incertidumbres. Estar alegre, en fin, no es autoengaño, ni un deslizarse hacia el optimismo trivial, sino más bien tener conciencia de la vida, aunque ello suponga, claro está, tener conciencia de la muerte que borra el movimiento, el afán, la pasión, la locura, los sueños, ya que la muerte no puede nutrirse de otra cosa que de lo que vive y palpita.


DIBUJO DEDICATORIA DE J. HIERRO

        El amor aparece como tema dominante en Con las piedras, con el viento (1950), ampliando el dis-curso anterior, aunque guardando absoluta cohe-rencia con el mundo de valores establecido en las entregas previas. El amor irrumpe -ya que estamos ante un libro pasional, escrito en un arrebato de intensidad- y lo hace para dejar su poso amargo en los versos, porque el amor en Hierro es fábula, imposible, mito. Las almas marcadas por su pasado no pueden realizarse en el presente del encuentro. Pesan los recuerdos individuales de los amantes, recuerdos del tiempo no vivido, no compartido, como una interferencia fatal para la felicidad y la plenitud. Sólo instantes fugaces, nunca el amor redime, por más que nos aferremos a él para salvarnos.
        Quinta del 42 (1953) ahonda en la zona sombría del recuerdo. De ella viene ahora el testimonio del hombre histórico, del tiempo adverso: la reflexión metapoética, España, algunas ciudades, la música (jugosa alegoría), los hombres vencidos de antemano, vencidos sin luchar; los hombres de su generación, vivos o muertos, representados en el drama íntimo del poeta, más proclive aquí al desaliento. Demasiado niños para la guerra, pero no lo suficiente como para dejar de percatarse de la situación traumática que marcaba sus vidas. De ahí quizás el vaho de dolorosa desolación que emana de los versos: "¿Quién es sin su dolor? ¿Quién que no brinde,/ sin pena, su ayer libre a su hoy cautivo?", y un poco más adelante: "¿Quién, si olvida que es cuna y tumba, día/ y noche, honda raíz y flor que brota,/ luz, sombra, vida y muerte hasta los bordes?" (págs. 280, 281).
        Entre la más cruda objetividad y "los límites mucho más misteriosos, menos precisos" discurre, en palabras de José Olivio Jiménez, la escritura de Cuanto sé de mí (1958): justificación de un pasado, epitafio, a veces, de momentos vividos y perdidos ("instantáneos/ destellos que eran mi vida" (pág. 342) referidos a una realidad más concreta, más cotidiana. El poeta se sirvió de este título -tomado de unos versos de Calderón- para nombrar su poesía completa (1974), acaso por lo que tiene de síntesis de su razón moral y de su razón poética. Nuevo testimonio del hombre: "Un solitario buscando en los hombres al hombre,/ al hombre en sí mismo" (pág. 368).
        En esa misma línea de búsqueda insiste el Libro de las alucinaciones (1964); libro mayor en el que la alucinación como técnica alcanza sus muestras más turbadoras y, a través de ellas, las viejas obsesiones conquistan una nueva plenitud. El anacronismo temporal, la carga simbólica, la densidad del discurso -con poemas de vasto recorrido y de metros más largos- y esa niebla de misterio, patente en las evocaciones entrecortadas por la realidad, por el instante de la escritura, acentúan, más si cabe, la reflexión desesperanzada. Un punto de ironía hace más vivo el drama interior, que hunde sus raíces en el pesimismo y la renuncia: "Y estamos condenados a vivir,/ muriendo poco a poco,/ de una manera dolorosa y sin grandeza." ( pág. 457).


CUADERNO DE NUEVA YORK

        Después vendría el silencio. Un silencio anunciado; un silencio de casi tres décadas, roto con la aparición de Agenda (1991) y más ahora con su último Cuaderno de Nueva York (1998), reconocido con el Premio de la Crítica. Publicado en el año del centenario lorquiano, nos transmite en él todo el desasosiego y el vértigo de la gran urbe. La gran ciudad: la del horror, la de la incomunicación. Multitud de almas aisladas, de seres ensimismados, que no se comunican entre sí. Nueva York le produce vértigo: la megalomanía de sus edificios, la arquitectura desproporcionada, las muchedumbres que hacen más amarga la soledad radical del hombre. Porque no es Nueva York, la ciudad en sí, lo que al poeta le interesa prioritariamente, lo que vuelve a preocuparle en su Cuaderno es el hombre perdido en la gran ciudad, la condición del hombre solo entre la multitud. Esa es la tragedia mayor que deja entrever en sus poemas. En palabras de Pedro J. de la Peña: "el espacio neoyorquino funciona más bien como una convocatoria de espacios múltiples, adonde acuden alucinaciones, fragmentos, filigranas en tropel, configurándose como una pesadilla unísona de presentes pasados y futuros". De nuevo el tiempo, pues, su mordedura...
        Pero estoy hablando demasiado y hurtando tiempo al poeta. Con él tenemos esta cita, con su palabra, con su testimonio, con su lúcida y sabia forma de expresarnos a todos, a través de su honda manera de decirse a sí mismo. Bienvenida su voz en la noche de Córdoba.

JOSÉ LUPIÁÑEZ


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