MONOGRAFÍA DE LA REVISTA GÓNGORA
SOBRE LA OBRA DEL POETA
Manuel Ríos Ruiz no se parece a ningún otro poeta del mundo. A esta conclusión llegué,
hace ya muchos años, cuando tuve la fortuna de conocer su obra. Vivía yo por entonces entre Granada y los nortes de África,
envuelto en una atmósfera de orientalismo, y su poesía me trajo una enorme nostalgia de mi patria, de la que yo,
desde allí, nombraba con añoranza la otra Andalucía; de estas tierras de Cádiz, que él cantaba en sus versos, pero de
un modo, de una manera que nunca he visto en poeta alguno. Sí, puede que exista proximidad, que haya parentesco,
cercanía, hermandad, con otras voces torrenciales, pero la tensión de su obra es muy suya, es muy personal, y
resulta inolvidable. Y empleo conscientemente la palabra tensión, tan de su gusto y tan del agrado de la
sensibilidad novecentista, por otra parte, junto con aquel otro lema de la
pulcritud. Quiero decir que, una vez leídos sus libros, nos queda la certeza de haber accedido a un territorio
nuevo, a un continente nuevo, a un universo inédito, en el que el sentimiento se vuelve megalómano y cualquier
comparación a la que uno puede echar mano para definir, aunque sea provisionalmente, su obra, siempre tiene que
ver con lo telúrico. Tanto es así que la mayoría de sus críticos se contagian de esa fuerza imparable, de ese
desbordamiento, de esa tormenta de sus imágenes, de ese seísmo estilístico y no es extraño comprobar -a mí me
está ocurriendo ahora mismo- cómo los comentarios, las reseñas y los trabajos que se elaboran sobre su escritura
reiteran insistentemente términos emparentados con la naturaleza desatada: ríos que se desbordan, cascadas de
versos, terremoto emotivo, oleadas imparables, torrentera verbal, diluvio de metáforas... Se trata, en definitiva, de los
que algunos estudiosos, como Luis García Jambrina, han denominado "retórica de la abundancia y la insistencia".
MANUEL RÍOS RUIZ EN 1963 (PERÉIRAS).
Tal poder de fascinación y de encanta-miento ejerce su lenguaje sobre los críticos que
se acercan a él, que no conozco uno solo, en el que no sean fácilmente rastreables estos términos, acaso los únicos
válidos para poder aproximarse a la enorme fuerza generadora que brota de su obra. Esta desmesura, este cataclismo,
este desbordamiento, esta tensión, nos muestra la raíz pasional de su canto... Una obra, a mi parecer bastante fiel
al título de su primer libro que, usando de éste como consigna, se ha convertido en búsqueda incesante, en búsqueda
permanente. En el camino han quedado sus hallazgos, sus logros indiscutibles, los que ponen el pelo de punta a
tantos adoradores de la página en blanco, a tantos amantes del silencio y de la quintaesencia.
Pero toda esa pasionalidad, esa visceralidad, ese dramatismo, esa liturgia monumental, se alterna, paradójicamente, con el recato de lo íntimo, con el sosiego del rincón, con la agudeza del ingenio y de las verdades hondas. Luis Jiménez Martos ha expresado muy atinadamente esa doble riqueza cuando define que "su voz alterna el terremoto, la riada y la intimidad del pozo". Sí, hay voces magistrales de larguísimo aliento: Walt Whitman, Pablo Neruda, César Vallejo, Lezama Lima, Vicente Aleixandre, Luis Rosales, etc., y de esa estirpe es la de nuestro poeta, pero la suya no se parece, en puridad, a ninguna de ellas. Cobra en él pleno sentido aquella afirmación de Ortega y Gasset cuando recordaba el significado de la palabra "autor", que viene de
auctor: "el que aumenta. Los latinos llamaban así al general que ganaba para la patria un nuevo territorio". El verdadero poeta es el que añade, el que aumenta el mundo... En un texto reflexivo reciente -"Intento frustrado de Poética"- el propio poeta lo expresaba por partida doble, en verso: Vivir la poesía es comprender el aire / e
inventar el universo de punta a punta de la nada / hasta el alma repentina, / desde donde el hombre tiene la capacidad última / de revelar el canto y la elegía". Y lo afirmaba en prosa: "la poesía es conciencia, pero conciencia decantada. Y lo decantado no evoluciona, sencillamente
crece. Y esa será la razón de la poesía en mi caso concreto". Por estos motivos yo hablaba antes de búsqueda incesante, de búsqueda jalonada, claro está, por las gozosas realidades de sus libros: quince títulos distintos y siete selecciones antológicas hasta el presente, sin contar sus numerosos ensayos y alguna que otra incursión en
géneros como la narrativa o el teatro.
MANUEL RÍOS RUIZ Y JOSÉ HIERRO
Obra más bien unitaria, como vemos. En ella podrían establecerse etapas y momentos diferentes -yo lo hice en un viejo y largo ensayo, publicado por la Universidad de Costa Rica en 1981- pero que, en esencia, es un salmo único y prolongado, que adquiere su singularidad porque arranca de un origen bien definido y es fiel a unas raíces y porta el pálpito de una sangre, el temblor de una herencia que excede al poeta mismo... Sin embargo toda esa búsqueda permanente, que a mí me parece un rasgo más de su vitalismo, ese ir creciendo en hondura, sobre todo, tienen un origen preciso y no es otro que el Sur, un sur existencial, depurado por el dolor -recordemos el título de otro de sus libros iniciales:
Dolor de sur, Premio Bécquer 1969-, un sur que hay que localizar en un primerísimo primer plano en Jerez y luego, por extensión, referirlo a las otras regiones y comarcas cercanas, que aparecen citadas con detalle en frecuentes retahilas de pueblos, en un alarde enumerativo, de regusto unamuniano. Pocas veces se han aireado las verdades comunitarias o se ha predicado la epopeya común de estas gentes del sur, entre las que se curtió el hombre y nació el poeta. De ahí que sus textos resulten tan convincentes, porque desprenden la autenticidad de lo vivido; por eso sus versos electrizan, porque llevan muy dentro la verdad de la vida de un hombre que ha sabido convertir su propia biografía en obra poética y, a la par, dar rienda suelta a una novedosísima épica de los occidentes. Una épica nueva, digo, por su lenguaje y por la naturaleza de sus héroes. Convidemos a este espacio y a modo de ejemplo, a algunos de los que se recuerdan en "Evocación de los mochileros", un poema inolvidable de otro de sus libros primeros, Amores con la tierra, Accésit al Adonais,
publicado también en 1969:
Eran El Nene, Chirrubia, Maleni, El Cojo, Pepe El Largo, Maera,
Gonzalito El Viejo, Blanquillo, El Tano, El Pistola, Simón
El Portugués, braceros de Setenil y Grazalema, matuteros
de San Roque, sidonios de Medina y Benalup, cabreros de Paterna,
vejeriegos, mozos de Alcalá de los Gazules, Algodonales y Zahara,
rebeldes gañanes de Olvera y Los Barrios, jornaleros despedidos
y fustigados, aventureros de un camino, titánicos infantes monte
a monte, proscritos buhoneros hasta Jerez, encorvados, noctámbulos.
Y es que, al igual que García Márquez alcanza el nirvana cuando encuentra su Macondo, así Manuel Ríos mitifica un territorio, el de la baja Andalucía, y lo eleva impregnado del dolor o la sangre o el sudor de sus gentes a las mejores cimas de la literatura. Por eso no me parece hiperbólico que Umbral dijera de él que desde Lorca no sea fácil toparse a otro poeta más comprometido con esta tierra nuestra. Así lo pregona Ríos Ruiz en la poética citada más arriba, cuando confiesa de su poesía estar "profundamente enraizada en mi tierra natal, en mi casta de campesinos y artesanos, en lo que he dado en llamar la bizarría de los pobres, de mi gente, a la que intento reivindicar".
Nuevos héroes, sí, o antihéroes: toreros, cantaores, contrabandistas, pastores, campesinos, artesanos, viticultores, olivareros... para una tierra, para un paisaje, a los que la naturaleza y las adversidades han ido labrándoles el alma. En ese homenaje a sus antecesores y a sus contemporáneos, de aquella otra inolvidable "Égloga de las paternidades", nos vuelve a recordar la "llaga / viva que se hace candela, incendio empedernido" y explica sus
orígenes, al referirse al padre:
Su casta es legítima, legionaria, pertenece
a la bizarría de los pobres, le llegó la sangre por el cauce
del apero, gañán de punta, cantaor de fandangos, triste perfil
yuntero, pastor enamorado, padre mío, cuya sonrisa
le debe a Dios, le nace en cada lágrima y bocado de pan.
EL REY ENTREGA EL PREMIO NACIONAL DE POESÍA AL POETA
Él no está muy convencido de su vinculación al llamado grupo de los 60, pero
yo pienso que su individualidad no encuentra otro marco más apropiado que la compañía de esas otras voces
fraternas que se dieron cita en el encuentro de Zamora en marzo de 1987. La amistad y la relación de los
miembros que integraban ese grupo ya venía de antiguo y de entre las características comu-nes que señala
María del Pilar Palomo, mentora del mismo, sería el peculiar tratamiento del lenguaje lo que subraya la singularidad
de estos autores. En concreto, resaltaba "la búsqueda de nuevas formas poéticas, por caminos diferentes, pero con
una base común que radicaba en la importancia decisiva de la palabra, rechazando la poesía como simple reflejo de
la realidad, o como fenómeno de comunicación...". No en balde se les ha denominado también "Promoción del
Lenguaje", porque si a algunos de ellos el lenguaje los pierde, poéticamente hablando, por el exceso de oscurantismo,
de irracionalismo, de experimentalismo, etc., según la opinión de algunos críticos -yo no lo estimo así, o al menos no
lo creo de una forma tajante-, a mi parecer es justamente el lenguaje lo que los redime, y el elemento que confiere
carta de naturaleza a una promoción en la que figuran, junto al suyo, nombres tan significativos e insustituibles como
los de: Miguel Fernández, Diego Jesús Jiménez, Ángel García López, Jesús Hilario Tundidor, Félix Grande, Rafael
Soto Vergés, Joaquín Benito de Lucas, Antonio Hernández, etc. entre otros muchos que habría que considerar también
cercanos para una más correcta y coherente delimitación de este grupo poético... Y es que, en el caso de Ríos
Ruiz -presente, no sólo en aquella cita fundacional promovida por el Instituto de Estudios Zamoranos "Florián de
Ocampo", sino también en la mayoría de los recuentos antológicos y muestras críticas- junto a la reivindicación de
ese "macondo" particular y bajoandaluz; de ese territorio vivencial y existencial, mítico y trágico y gozoso; junto a
esa defensa permanente de sus raíces, digo, el otro hecho fundamental que hace revolucionariamente distinta su
poética es su especial tratamiento del lenguaje, que sabe convertir también en patria propia, una patria que abre
de par en par para solaz, sorpresa y escándalo del lector.
Todo lo hace distinto su palabra. No hay tiempo para detenerse en las peculiaridades
del proceso creador, que recurre frecuentemente a la amplificatio, a la enumeración, al paralelismo;
ni de detenerse en su léxico espectacular, entre lo argótico y lo culto; en la invención gongorina, la asociación
caótica, el dinamismo positivo de verbos y de nombres; o en sus transgresiones sintácticas y semánticas, etc.
El poeta ha dicho a este respecto: "quiero hacer constar que mi lenguaje poético es nato. Lo aprendí entre los míos,
en el campo y en mi barrio. Sus vocablos no son otros sino los que están aburridos en el diccionario de la Real de
la Lengua, más alguna que otra palabra que estimo preciso crear de vez en cuando para dibujar un color, un sentimiento,
un sonido o una virguería del pensamiento". ¿No nos recuerda este celo al de Fray Luis cuando confesaba ufano que
ponía en las palabras concierto y las escogía y les daba su lugar? ¿No se trata de la misma voluntad de estilo
que "de entre las palabras que todos hablan elige las que convienen y mira el sonido dellas, y aun cuenta a veces
las letras, y las pesa y las mide y las compone para que no solamente digan con claridad lo que se pretende decir,
sino también con armonía y dulzura"? Y habría que añadir también: con pasión y desgarro y locura, provocando por
sus asociaciones inéditas connotaciones inquietantes, y una suerte de emoción nueva, en esa definitiva huida del
realismo chato, de esa monódica celebración de lo obvio, a la que tantos nos quiere condenar, como única posibilidad
para la lírica. ¡Cuán distinta es su visión, su lección y su vértigo!:
Hoy son voces,s,s,s,
morenos decires, dejes sureños, tiritadores, por los llanos
de Caulina, los que fueron avisperos de porfías, parlamentos
de feriantes, solar de la indígena palabra, paraíso del trato,
donde lucía el postrimero potro colorín, el corniveleto buey, la romera
chiva primeriza, todo utrero y todo eral, las mulas de buen tiro.
Allí vuelvo, a la tierra de las gordas palabras como nubes,
de las finas rabizas de la gracia, refranes y sentencias...
LA MEMORIA ALUCINADA, UNA DE SUS ÚLTIMAS ANTOLOGÍAS.
No es, pues, la suya una escritura ensimismada, en la que no se tenga en cuenta a
los otros. Se apostrofa, en ella, con frecuencia al lector, y en sus versos se dan cita todos los pronombres, en una
ceremonia en la que se conjuga la intimidad y lo comunitario. La fuerza de este ritual solidario encuentra su germen
en la memoria, de ahí la tensión evocadora, la predisposición hacia lo lejano vivido, hacia la recuperación de cuanto
se agita en el interior, en la cueva emotiva, en el hondón del ser. Por eso predomina el tono elegíaco, que rememora,
como una forma de permanencia. Repetir es permanecer. La repetición es "la única forma de permanencia que la
naturaleza puede alcanzar", decía Santayana. En la poética de Ríos Ruiz se asiste a una recreación
permanente y sus palabras son puentes hacia el pasado emotivo, o miradores del hoy en fuga...
La sensorialidad alcanza el paroxismo: olores, sabores, impresiones del tacto, colores. El poeta llega a
dibujar fragmentos del objeto poético en una suerte de creacionismo equilibrista y hay versos en los que el
sentimiento desciende en peldaños, o las palabras se adelgazan en un alarde de verticalidad visual que forma
parte del salmo, de la letanía que se entona... Frente a la palabra domesticada por la rutina, frente a la palabra
de la cotidianeidad urbana o ególatra de los que se sienten instalados y cómodos en el sistema, la palabra
rebelde, la palabra salvaje, como nos recordaba Sartre. La palabra que resucita viejos mundos o los inventa
nuevos, la palabra en llamas, ardiendo aún, como la quiere Ríos Ruiz, cuando aconseja que "el poeta debe
incendiar su voz". La palabra para nombrar a Dios, a la muerte, al amor, al paisaje, a la tierra, como él lo hace
en sus libros mayores, y no ese narcótico que algunos toman por poesía y que tiene anestesiada la sensibilidad
de tanto incauto en esta triste hora del fin de siglo.
JOSÉ LUPIÁÑEZ
Arcos de la Frontera, 22 enero 1999.