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EL POETA ANTONIO HERNÁNDEZ

          El recuerdo más antiguo que conservo del poeta Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, Cádiz, 1943), me lleva al Madrid de comienzos de los setenta. Fue por aquellos años finales del franquismo cuando le conocí; por aquellos años -tal vez sobre el 74- en los que latía en tantos de nosotros un temblor de cambio, una esperanza de renovación y de vida nueva. La dictadura agonizaba y corrían aires de compromiso y de lucha. Había prisa por enterrar definitivamente una época que mi memoria me devuelve en blanco y negro, pero que el corazón redime porque coincide con los inicios universitarios y la irrecuperable juventud...
          Allí me amparaba el paisanaje de José Luis Cano, de Ángel García López, de Manolo Ríos Ruiz. Luego llegaron Rafael Montesinos, Ramón de Garciasol, Azcoaga y no sé si también Jacinto López Gorgé y algunos otros amigos. Charlábamos animosamente, pero faltaba Antonio. Juntábamos las mesas a medida que el círculo se agrandaba y


CAFÉ GIJÓN. MADRID

se iban incorporando nuevos tertulianos. Ángel García López y Manolo Ríos querían que lo conociera y me hablaban de su obra, pero no llegaba. Al salir, una lluvia finísima nos detuvo en la puerta. "Por allí viene Antonio" -dijo alguien- y yo lo vi acercarse, flaco, alto, joven, desbordante de vitalidad. "Antonio Hernández, el poeta de Arcos", pensé para mí. Lo saludé con esa alegría de quien se siente de la misma patria en tierra ajena; con esa camara-dería de quien -como él dice, a veces- "lucha en la misma trinchera". ¡Qué felicidad ingenua la de sentirme hombre de Cádiz en Madrid, junto a mis paisanos! Pero tenía prisa y Antonio se marchaba. Alzó su paraguas como un estandarte de forma exagerada y a compartirlo fueron varios amigos y amigas, que formaron corro a su lado buscando cobijo bajo la tela negra. Llovía sobre aquel Madrid del tránsito, y en el recuerdo guardo su cordialidad tras el apretón de manos, y su risa al despedirse y rubricar su partida elevando nuevamente el paraguas, alto, muy alto, como si quisiera trocarse en repentino árbol oscuro, que surgía en medio del aguacero. Bajo su copa intentaba guarecerse un nutrido grupo de espaldas mojadas...


ARCOS DE LA FRONTERA

          He hablado del recuerdo y con el recuerdo comienzo a referirme a su poesía, porque si de su, ya más que cumplida trayectoria, intentáramos arrancar el campo semántico que al recuerdo o a la memoria se refieren, su obra se vería reducida a la quintaesencia: hasta tal punto es un elemento capital la vivificación del pasado en sus versos. Pasado y presente son dos ejes que no cesan de operar a lo largo de sus trece textos publicados hasta hoy. "El recuerdo, cuna de la noche del canto", como decía Carlos Edmundo de Ory... El hoy y el ayer se unen en la memoria del poeta de forma reiterativa: es curioso observar cómo una gran parte de sus composiciones están formuladas con verbos en pasado, y si es el presente el que impera, siempre se acaba indefectiblemente accediendo a la vida vivida, al ayer de la infancia, con el que se mantiene un permanente diálogo desde el hoy de la escritura. Con razón asegura Sanz Villanueva en su Historia de la literatura española 6/2 que Antonio Hernández "hunde sus raíces en una poesía de la memoria y del testimonio".
          Otro elemento sustancial de su obra es la reivindicación permanente de un territorio: la patria natal, Arcos de la Frontera y, por extensión, el sur, Andalucía. Antonio Hernández no ha dejado de tener presentes sus orígenes andaluces a lo largo de toda su producción poética. A ello debió contribuir la belleza de Arcos, su cuna, y cuna también de Julio Mariscal y de los poetas de Alcaraván. Arcos, un lugar mágico "entre la realidad y el sueño", del que Azorín trataba de ofrecernos su estampa en Los pueblos: "imaginad -decía- la meseta plana, angosta, larga, que sube, que baja, que ondula, de una montaña; poned sobre ella casitas blancas y vetustos caserones negruzcos; haced que uno y otro flanco del monte se hallen rectamente cortados a pico, como murallón eminente, colocad al pie de esta muralla un río callado, lento, de aguas terrosas, que lame la piedra amarillenta, que la va socavando poco a poco, insidiosamente, y que se aleja, hecha su obra destructora, por la campiña adelante en pronunciados serpenteos, entre terrenos y lomas verdes, ornado de garba en flor y de mantos de matricarias gualda... Y cuando hayáis imaginado todo esto, entonces tendréis una pálida imagen de lo que es Arcos". Me importa traer aquí la cita, porque el entorno va a ser escenario de muchos de los versos de Antonio Hernández. Él mismo en su Guía secreta de Cádiz (1979) decía también que Arcos "es un suspiro para las gargantas y una absolución para los ojos. Cientos de poetas al contemplarlo, se han apercibido de la estrechez de su musa. Y cientos de poetas se han perdido para la poesía en sus calles en desigual competencia con su espectro sonámbulo de callejas, hornacinas, patios, abismos, empedrados, plazas y pájaros como de anunciación"... Se comprende que el escritor acuda una y otra vez a éste, su predio, en el que sus ojos vieron la luz primera.
          Y un tercer elemento significativo y singularmente activo en su escritura: la preeminencia del yo lírico. La inmensa mayoría de sus poemas están escritos por un yo que no se oculta, que se anticipa desde los primeros versos y se desnuda y dice y cuenta y rememora y sueña, y se interroga y duda y que, a veces, también se contradice. Un yo que da testimonio, y que lanza su queja o nos ofrece el mundo conflictivo de su lucha personal, un yo de hombre que sufre o goza y se siente solidario con los desheredados, con los campesinos, con los perseguidos, un yo que quiere ser resumen o espejo de un nosotros, en tanto que la experiencia individual es extrapolable a la experiencia comunitaria.
          Las tres claves van a estar presentes en su primer libro, de sonoro título: El mar es una tarde con campanas con el que el poeta conseguía el premio "Adonais" de 1964. Con él se inicia un itinerario poético que no ha variado en lo sustancial hasta el momento. Desde mi punto de vista no hay rupturas, ni cortes traumáticos en lo que entiendo un discurso que se mantiene fiel a las mismas premisas inspiradoras. Unidad, coherencia, rigor, exigencia formal, persisten de manera constatable a lo largo de toda su propuesta expresiva. No comparto la separación por trilogías que sugiere Miguel Galanes en el prólogo a Habitación en Arcos (1997), su última entrega. Me parece confusa y artificial esta división, cuando las desviaciones tanto argumentales como formales en toda su obra no son sino la búsqueda de ciertas variantes de matiz que para nada lo apartan de su objetivo esencial. El tránsito de una obra a otra no significa giro radical, ni renuncia alguna a su entendimiento realista del hecho poético o a los contenidos reivindicativos de fondo o al tono reflexivo y moral que fecundan su estética. El mar es una tarde con campanas es libro que funda un territorio. Aparte de lo "amoroso auroral", aparecen en él los símbolos míticos de ese entorno natal al que antes me he referido, encarnados aquí por "La montaña", "La llanura", "El río", etc., a los que mitifica el poeta:


ARCOS DE LA FRONTERA

           Era la montaña lo mismo que una madre.
           Por ella se podía correr, saltar sin temor
           de tener extravío. En la mañana
           comenzaba su pureza por arriba
           y lentamente iba dejando en todo
           un color de sauce, de esperanza.

O también: "Era la llanura/ como el ruedo de una plaza de pueblo. / Sencilla desde el pie de la montaña.". O refiriéndose al Guadalete, en el poema "El río": "Al principio llevaba/ en sus aguas toda la luz enfermiza. / Luego, al fundirse con tanta primavera, / se hizo luminoso como un cuento. El poeta aprende en los signos de la naturaleza de su patria un hondo sentido del vivir. Se lo enseñan los pájaros, las nubes, pero también los hombres, las gentes que le marcan los límites de una ética, el compromiso de un modo de ser y de estar en el mundo. Aquí surge también su reivindicación de lo andaluz, del sur doliente. En el importante poema que titula "Andalucía" se fija en las razones hondas y distintivas del ser andaluz. Esas que tantas veces se ha pretendido camuflar de forma tópica: 

           Cada día iba aprendiendo más: que el vivir
           no es un ave que pasa, sino un pozo
           que queda allí para el que necesite beber,
           que el llevar una tierra clavada en las entrañas
           vale más que haber pisado un continente entero,

Libro fundacional, pues, que pone en juego todo un conjunto de temas y motivos a los que volverá insistentemente en próximas entregas. Aquí se observa también otra virtud de su condición poética: el alto grado de exigencia formal, su sentido del ritmo, su buen oído para el discurso, y tantos otros elementos que sería prolijo enumerar. Cito uno más, a modo de ejemplo: me refiero a la identificación metafórica del pájaro con lo positivo, con la libertad, con la pureza, que dará enorme juego a lo largo de toda su escritura. En este mismo poema, "Andalucía", nos dirá: "aprendí.../...por un pájaro, / el desvelo de la paz".


MAYO DEL 68

          En 1969 aparece Oveja negra, publicado en "Biblioteca nueva". En él se recogen poemas escritos entre 1965 y 1968. Es significativo que el tiempo de la escritura coincida con el de los años en los que se produce el estallido del mayo francés, años de insatisfacción de los jóvenes del mundo con los modelos heredados, años de rebeldía y de protesta. "Cambiar la vida" era el lema, cambiar la actitud ante la vida, reemplazar con imaginación todo lo caduco que asfixiaba, que limitaba la libertad. Qué duda cabe de que todas estas consignas, toda esta rebeldía, todo ese canon de nueva sensibilidad late también en Oveja negra. En él, expone el poeta su escisión interior, su rompimiento íntimo, su desavenencia. Abunda en el conflicto que le produce estar lejos del sur, siente cierta congoja, se siente marcado, proscrito, o se anticipa a la posible incomprensión de los suyos. Bohemia y rebeldía. Años duros de lucha, en los que acude al recuerdo como lenitivo. Su fidelidad a las raíces no ha variado. Se acrecienta a través de un verso agónico, que unas veces se alarga y otras se condensa, siguiendo los vaivenes del sentimiento, pero sin perder nunca el compás de la verdad confidencial, de la verdad profunda:

           No olvidé tantas cosas que hicieron mi vida triste y desbandada.
           No olvidé tan siquiera los golpes furiosos, con piernas, con lengua y con manos.
           La caricia que yo le sacaba a la tarde de agosto para compensarme,
           Esa torre de piedra que le embiste al cielo su campana loca por su azul descalzo
           o los pinos que ponen la nubes en un compromiso de ahogo y ternura,
           no olvidé que tus calles tortuosas de piedra y de arena guiaron mis pasos.

Remordimiento, agonía del sentir, de la distancia, clamor, que se advierte en "Hermanos lobos"... Los feísmos, las execraciones, los apóstrofes violentos, la protesta, están en consonancia con esa nueva radicalidad- un punto vallejiana en su caso- de la hora en que escribe. Así se observa en la "Oda al poeta Carlos Oroza en el Café Gijón":

           Por los aires, gritando, sube una catarata
           de extraños y redondos corazones podridos.
           El hastío, una araña. El aire es una rata.
           Tu frente es una historia decorada de siglos.
           "¡Quiero salir de aquí, quiero salir de aquí!"
           Entre las humaredas y encima de las mesas
           tu voz de mayoral se me ha puesto a latir,
           tu voz lenta ilustrada con una pena lenta.

          Pasa casi una década hasta que se edita su tercer libro: Donde da la luz (Ayuntamiento de Talavera, 1978), con el que obtiene el Premio "Rafael Morales". Es éste un hermoso conjunto que monográficamente entona el canto del Sur. Creo recordar que estuvo propuesto en su día para el Premio de la Crítica. Contiene poemas mayores, como el titulado "Junto a lo que no muere", un texto orquestado en tres partes en el que tras un largo excursus de la primera, por aspectos de la historia remota ("Y qué me importa ya si la historia es tristeza,/ si es acumulación de leyendas y lentes") se corrige y concentra, en la segunda, su confesión apasionada por la tierra y las gentes del sur, en donde sitúa la razón de ser de su canto: "Pero, en fin, mentiría. Si todo cuanto he dicho/ fuese mi pensamiento, descartando a los hombres/ de mi tierra que sufren, mentiría...". La tercera se concentra en un yo que, a guisa de judío errante, repasa capítulos de un itinerario cosmopolita:"Fui marino en Hamburgo y agoté la cerveza, / sacerdote del templo de Ra en Heliópolis, / capitán de los tercios y amigo de Calixto", para expresar su deseo final de reconocerse, de reencontrarse en los otros. Un tono que fluctúa entre lo épico y lo lírico, entre el intimismo y la demanda, consigue sus mejores momentos en poemas tales como "Día de difuntos", "Atardecer en Cádiz", "Te quito una rosa para Vicente" etc. Pero el verdadero protagonista del libro vuelve a ser el Sur: un sur que es patria solar y territorio de gentes ("Toreros andaluces", "Emigrantes rituales", "Poetas andaluces de ahora", etc), a las que va el escritor rindiendo su homenaje encendido y solidario...


CARLOS EDMUNDO ORY

          Un año después (1979) ve la luz su nuevo libro: Metaory, publicado en Madrid por "Helios".Recoge en él textos escritos entre 1970 y 1975. Forzoso es referirse al homenaje que su título rinde a Carlos Edmundo de Ory. Regresa aquí el discurso de la propia biografía que desgrana sus quejas. El texto recoge magníficas muestras que evocan momentos de la vida desordenada del poeta, y que se alternan con otras estampas de personajes de su entorno cotidiano, plenas de ironía ("La dueña de la casa, que era vil y engreída") ; o de la infancia: así, la mitificada María, que lo inicia en el mundo erótico. María "que, a parte de treintona ante mis quince años, / era a igual pobre y bella y me enseñó a observarla". Hay recuerdos de otras escenas infantiles que subrayan la impotencia del niño confundido en el examen, ante el profesor severo: "Ante aquel enemigo de mirada vacía". Pero por encima de todo ello late un sentimiento de frustración, un temblor existencial cuando rememora el mundo de la familia, su incomprensión "porque salí temprano a sembrar mi esperanza". Sin embargo ante las afrentas o la decepción por la incomunicación con los suyos, es clara la bandera que enarbolan sus manos y la consigna que proclaman sus labios, en el instante creador: "Este es mi canto ahora: el de la libertad".


GITANOS

          De más larga gestación fue su Compás errante (Orígenes, Madrid, 1986).Aunque publicado tardíamente, el período de su composición se remonta a los años que van de 1969 a 1984. Es en Compás errante, en donde se produce, como excepción, la quiebra del yo lírico. Ahora el poeta hace suyo el dolor de los perseguidos, la orfandad de los desarraigados. Canto testimonial que alude al éxodo del pueblo gitano, al que sin duda se refiere el título del libro: canto de dolor que yerra por los caminos del mundo; nuevo clamor, esta vez épico, testimonial, solidario. El alegato cobra vida a través de la ironía contra los castellanos que reprimen a un pueblo "y la hospitalidad caballera y cristiana / y los maravedíes cobrados en orejas/ y largas quemaduras para buen escarmiento /rampando en las espaldas con el made in Castilla". Épica sentimental que abunda en las raíces de un pueblo que es parte viva del sur y que vino desde aquel tronco negro del Faraón hasta nuestras orillas... Ausencia de puntuación, términos del habla gitana, arcaísmos y buceos históricos apuntalan muchos de los poemas. El yo se esconde y se funde con el dolor de una raza toda. La voz se hace liturgia, letanía, cuando levanta el homenaje de estas gentes -"Con dos galernas"- a través de la figura de Fernando Terremoto, en clave próxima a la poética acumulativa de Manuel Ríos Ruiz:

                                     Miró
           terremoto agarrado a su testuz
           como un calambre, respirando
           cenizas, convulsiones, siglos, desmantelamientos,
           su raza apaleada,
                                                 miró
           desde su sangre chiribita,
           desde la sangre de sus amuletos,
           desde la sangre de todos sus primos,
           desde la sangre de sus duendes,
           desde un lugar lejano,
           desde donde la sombra se asusta.


LOS SENTIDOS

          El furor se atempera en Homo loquens, concebido entre 1979 y 1980, y publicado por "Endymión" en 1981. Su verso se adelgaza, se espiritualiza. Un tono intimista, meditativo, campea en las composiciones. Se impone la reflexión, el balance. Y por más que la experiencia traiga consigo la paradoja ("Comprendo que la luz /solamente se enciende/ cuando se va apagando"), hay sensación palpable de un camino recorrido, y de una enseñanza, de un aprendizaje asumido: "He entendido por fin/que escribir es amar/sin amor que te bese"... y por eso "he aceptado/ que no hay que buscar temas/ para hablar/sino dejar que hablen/ nuestras sombras"... Y las sombras hablan, y el poeta parece tocado de una serenidad casi beatífica y cuenta, evoca, nuevamente. Su palabra cobra hondura filosófica. Aquí vemos de nuevo el yo en el vosotros ("De esta forma contarme/ para hablar de vosotros"). Percibo cierto eco de la poética de Luis Rosales. No en la extensión de los versos, ni en la de los poemas, pero sí en la raíz, en el planteamiento evocativo-narrativo, de los mismos... Estos versos invitan a la captación del instante fugaz, a amar lo efímero de las cosas; se detienen en los sentidos para expresar un redescubrimiento del origen del canto, y se demoran por los gozos de la vista ("Y empezaría/ por los ojos fundadores...") y del gusto ("El gusto que delata/ las cosas en su pulpa"), y del olfato ("de cómo recordamos/ por él que fuimos niños", y del oído ("Por sus agujeritos entró la eternidad/ de decirnos "te quiero"") y del tacto "Toco y se vence el mundo, destella/ la armonía..."). Los sentidos son caminos de vuelta hacia la infancia, hacia la memoria de un tiempo que de nuevo vuelve para revivirnos. En esta otra fundación sensorial y afectiva nos confiesa el poeta: "Hace ya tanto tiempo que recuerdo / que memoria nací." La familia, la esposa, los hijos, ingresan dulcemente en los versos, al hilo de las recordaciones, como confidentes del poeta. Y el padre, ejemplo de sencillez y de humildad y de constancia honrada; el padre, con el que se dialoga por encima de la muerte, cuando la muerte empieza a convertirse en una sombra que va colándose ya más entre los versos, serenamente, sin grandilocuencias. Todo este clima familiar, tan unamuniano, tan rosaliano, y tan frecuente en otros poetas de su misma promoción, como Diego Jesús Jiménez, Ángel García López o Miguel Fernández, que abundan en el círculo de lo doméstico, en el ámbito de la familia, va cobrando sustancia en su mensaje, y fundiendo reflexión y poesía, evocación y afecto; ese ámbito, digo, al que también se suman otros poetas algo más jóvenes, como Fernando de Villena o José Antonio Sáez, por ejemplo.


CALLE DE ARCOS

          Diezmo de madrugada (1981) obtuvo el "Premio Leonor" de la Diputación de Soria y constituye un paso más en el terreno de la meditación sobre la infancia. En sentido rilkeano la infancia cobra aquí un protagonismo que se agiganta al ser contrastada con la infancia del hijo. La infancia y la reflexión sobre la muerte, destacan en poemas mayores. El discurso es sereno, atemperado; la palabra sencilla hace ir al poeta desde el hoy de su presente cotidiano al ayer de los primeros años. El "Nunca hemos sido más/ que cuando fuimos niños" se repite en un poema a modo de ritornelo, que va engarzando las escenas que el recuerdo recobra. El poeta llega incluso a matizar o a corregir lo que otra vez confesó y a reescribir, desde la aceptación, lo que en otro libro cantaba, un punto airado:

           y aunque otras veces me canté llorando
           en aquel tiempo, debo hablar así
           por la comparación con estos días.
           No hubo niño de luto, ni el maestro
           crispó la voz, ni nadie me hizo daño
           más daño que esta asfixia del recuerdo.

          La figuras de los padres acuden nuevamente: "Mamá planchaba / la ropa con esmero," ... "papá venía,/ poca moneda para tantas horas"... como protagonistas, por encima del tiempo, de una época de claroscuros y de sentimientos agridulces, de una edad en la que, de forma prematura, lograban infiltrarse las sombras de la muerte. Este otro tema, digo, adquiere matices inquietantes en algunas muestras, y el poeta transmite su temblor con una fuerza plástica deslumbrante. El diálogo con los que se fueron acerca a los lejanos de manera turbadora: "Todos los que morís temprano/ lleváis una estrella en el rostro,/ un tatuaje, una luna influyente". Inolvidable libro, en el que siguen activas y provocadoras la interrogante existencial y la divinización del paraíso de la inocencia:"¿Y por qué yo he de ser para la muerte?/Ah, mi divinidad fue mi niñez". Una divinidad que sigue siéndolo y proyectándose en el hijo: "y viene de la escuela/ con mi hijo del brazo,".
          En la misma órbita continúa su discurso el poeta en su siguiente entrega. No hay ruptura, y sí por el contrario "una respiración espiritual" de idéntico signo, que nos devuelve el mismo aliento del autor, debida, acaso, a la proximidad en la escritura de los textos. Así Con tres heridas yo (1983), creado a renglón seguido de su precedente (entre 1981 y 1982), y publicado en Madrid por "Endymión", ofrece muestras de una madurez más que granada. Se incluyen aquí textos de los más emotivos que ha sabido crear su estro. Por muchos de ellos será recordado Antonio Hernández en las antologías futuras: pongo por caso los poemas I, V, XIV, XXV, por citar tan solo unos pocos ejemplos imprescindibles.

Es la amada, de nuevo, la que le sirve de confidente, la esposa, que le propicia su eterno retorno al ámbito de lo familiar y de los hijos. Es hermoso comprobar cómo los hijos de los poetas son héroes de los libros de sus padres. Arantxa en el caso de Ángel García López; Pablo, en el de Miguel Fernández; Violeta o Miguel , en el de Antonio Hernández... No hay ruptura, insisto. Y traigo a colación, como argumento de autoridad, las palabras que el propio autor escribe al frente de su Antología poética (Cultura Hispánica, 1987): "En mi caso, -afirma en el prólogo- salvo que caiga inconscientemente en lo que combato, la posible apariencia de dispersión se funda en ese afán de abarcar la pluralidad desde unas causas últimas que intuyen cómo lo unitario se basa no en la identidad de las cosas, sino en la fuerza, la tendencia y la capacidad primordiales que tienen: poder relacionarse entre sí".
          Indumentaria, escrito entre 1984 y 1986, apareció publicado en Madrid por "El Observatorio", en ese último año. Indumentaria no es libro de ropajes: aporta, por el contrario, la variante de una esencialización máxima del discurso. Es libro próximo a lo sentencioso, con sabor de refranero, con el aire de la antigua literatura gnómica y ejemplar. Y es libro andaluz y sabio por los cuatro costados, contagiado por el gracejo de las letras del cante. Es un collar de pequeños


PALMERA. M. BARAHONA

poemas, un rosario poético. Más plural, más abierto a los homenajes aborda, no obstante, los temas recurrentes del poeta, pero desde otro ángulo. Cercano a la línea de un Mantero último o de un Montesinos, en él también sigue aguijoneando la memoria, como eje actualizador: "O acaso la memoria/ sea la isla clave/ del náufrago"; "Lo triste no es ser viejo/ y vivir/ sino ser joven en la memoria.", etc. También por estos versos regresamos a las obsesiones del poeta: "Peña, río, casa, pueblo,/ Andalucía lejana.../ Son los latidos que tengo." Hay homenajes como los dedicados a las ciudades andaluzas: Tarifa, Sevilla, Córdoba, o a sus poetas, así el destinado a Juan Ramón, brevísimo, pero sustancioso: "Canción, canción, canción... / ¡Que nunca falte tu niño!". El pensamiento, a veces, se vuelve gregería : "La tierra ha concentrado / su espíritu en la flor.", o refiriéndose a la "Palmera": "Plumero grácil/ del cielo/ del Sur"... Indumentaria, en fin, hermoso gomboloy occidental para pasear -acariciando sus cuentas- la Bética, o el Sur entero, ligero de equipaje...
          Como contrapunto a la condensación expresiva de Indumentaria, Campo lunario, publicado dos años más tarde por "Torremanrique" (Madrid, 1988), vuelve al verso largo, sobre todo en su primera parte. La cita de Ricardo Molina que abre la serie inicial hace pensar en una atmósfera nocturna, lunar, en la que el recuerdo de lo que fuera grandeza, se ha convertido en sombras: "Mas donde tú, feliz, tu gloria alzaste/ sólo la luna solitaria queda,/despojo fiel de tanta maravilla...". Los primeros poemas son extensos y sentidos cantos, dedicados a Medina Azahara, que inspira reflexiones al poeta sobre la fugacidad y la caducidad de la belleza; a Cádiz, a la ciudad íntima y luminosa, que le permite un deslumbrante despliegue metafórico; a Sevilla, "territorio de esencias"; a Granada la "Ciudad de la fe"... La historia pespuntea los versos, pero el autor interioriza la vivencia emotiva de cada una de estas urbes para ofrecernos insólitos perfiles que sobrepasan el cumplido de circunstancias y el panegírico formal. La dimensión elegíaca, la reflexión y la riqueza estilística, convierten estas composiciones en piezas de una altura y grandeza líricas de insobornable autenticidad. El entrañamiento pasional desdice cualquier posible amago de impostación. Por encima de todo permanecen la verdad de un origen y de una razón de ser en los que se implica el propio poeta que, de este modo, abunda en uno de sus temas más caros, si bien desde otro extremo: la vindicación del sur, que se ampara en el testimonio de la historia, del arte, de la arquitectura, pero impregnadas por el calor humano de las gentes capaces de concebir las grandes maravillas, que él mismo transita como paseante. En "Guía secreta de una ciudad del sur" advertirá, refiriéndose a Cádiz:


CÁDIZ

           Pero hay que rondarlas como si nos besaran,
           novias con corazón, estatuas del latido. [...]
           Sé de su larga historia conocida. En su hueso.
           Pero respondo al gesto de otras solicitudes:
           sus anónimas plazas con olores a citas.
           sus callejones largos que en el mar se confían,
           las palmeras, sus lámparas verdes haciendo señas
           en el aire romero a la ermita pagana
           de los dioses errantes.

          El resto del libro es más misceláneo y de signo muy diverso al que ofrece la primera parte, tanto desde el punto de vista de las formas -sonetos, versículos, verso libre-cuanto en lo que a contenidos se refiere. Un conjunto de textos de atmósfera marina ofrece un simbolismo de tintes sombríos. En ese núcleo, más unitario, sobresale la queja existencial y apunta la intuición del vacío. A él hay que sumar otros poemas que dan testimonio de la confidencia descarnada de un yo profundamente autocrítico en la revisión de su trayectoria experiencial. Vuelven ecos agónicos y visiones amargas que dejan una estela inquietante de desasosiego y de desamparo espirituales. Con poca convicción y un mucho de vencimiento, cierra el poeta este ciclo lanzando el brindis último que reza: "Sírvanos el consuelo de saber / que un beso nuestro apabulló a los dioses".

          Con Lente de agua (Madrid, "Visor", 1990), Antonio Hernández retoma uno de los temas esenciales y de más honda tradición en nuestra literatura: el tema de España. Estamos ante un libro mayor, apasionado, palpitante, que canta la locura colectiva, la miseria y la grandeza de la Hispania fecunda, esta herida que a todos nos afecta. Pero también aborda el papel del Sur y de sus gentes y el reencuentro con su solar patrio: Arcos. Es decir, se fija en los tres planos, alterna las tres dimensiones de su origen a través de un discurso que fluctúa entre el arraigo y el desarraigo: pueblo del sur, país andaluz, nación comunitaria. Con este canto épico, visionario y desgarrado que revisa la historia en sus tres ondas sucesivas y que también atiende a sus tres culturas, da noticia del origen y del destino comunes, de las conquistas y las deserciones de todos. No es la España del relumbre imperial, ni la del tópico y el folklore postizos -aunque tampoco las obvie en su recuento totalizador- ni nos la dice con trompetería, es la más honda, la de la rabia trágica, la intrahistórica, la fatal, la más contradictoria... Por eso para cantarla echa mano de la letanía o de la prosopopeya, o crea racimos de insólitas metáforas:

           Zahúrda y devoción, España, arácnido,
           piel de toro asestada por la ira,
           pañuelo del océano, país
           de las mil guerras y los mil abrazos,
           corazón asustado, alegre, vivo,

          Las tres culturas, digo, tienen su protagonismo: la árabe "llevémonos de Al-Andalus/ su aroma entre las manos"; la hebrea ("Ya Sefarad se nutre del recuerdo"), y la cristiana ("Sé que he perdido/ lo que un día fue fe, confianza en los héroes/ de la Cruz.", de la que se desnaturaliza el poeta en un renuncio que de la infancia arranca: "Redoblan por mi infancia/ sus tambores de plomo/ y he cambiado mi nombre y apellidos/ porque ya no me quiero/ con los conquistadores". Sin duda Antonio Hernández se instala en esa tradición que ha frecuentado la revisión de lo español, el tema de España, que tanto protagonismo ha tenido entre nuestros escritores: desde Fray Luis a Quevedo, desde Jovellanos y Meléndez a Larra y Cadalso y Espronceda, desde los regeneracionistas a Unamuno y Machado y Valle Inclán, desde el novecentismo y Juan Ramón al 27, desde los poetas del exilio -la España peregrina- y León Felipe a los poetas del compromiso social, Celaya, Otero... En fin, en esa larga trayectoria se inserta Antonio Hernández con su visión crítica, amante y desestabilizadora. A algunos de estos poetas dedica homenajes inolvidables: "Noticia de Cervantes", "Calle de Quevedo", "Quetzalcóatl", en memoria de León Felipe, o "No verán más el sur" un bellísimo texto que exhuma el dolor de Luis Cernuda de forma magistral, son piezas más que señeras. No quiero dejar de citar otro texto excelente, en el que Andalucía es la tierra que sirve de motivo central. Una Andalucía madrastra, hetaira, desvergonzada -gran coima divina-, cobra vida y verdad a través de cierta técnica sentenciosa, feísta, perspectivista y enumerativa en "Entrevista en la Radio". Todo lo que en el poema se refiere, se supone dicho por el pintor Enrique Padial, que pinta "cristos morados y desposeídos/ de reinos de otros mundos...". En suma: un poema fundamental, agresivo, violento y glorioso que no puede olvidarse fácilmente, sobre todo si es leído por un andaluz.
          Cuatro años más tarde entrega a la imprenta Sagrada forma ("Visor", Madrid, 1994), que aparte de una cita de Verlaine ("Ella ignoraba/que el infierno es la ausencia"), lleva también, como lema, el título de un libro célebre de Miguel Fernández, como homenaje por la proximidad del que escoge el de Arcos para el suyo: me refiero a Sagrada materia, que publicó el melillense en 1967. Aparte de la coincidencia en lo sagrado, en nada se parece un discurso a otro. Sagrada forma es un texto unitario, compuesto por veinticinco poemas numerados, que integran un mismo discurso. Como elemento de cohesión recurre el autor a la metáfora del viaje, del tren, puesto que se supone que la escritura acontece mientras realiza un recorrido en este medio de tantas resonancias machadianas. Se estructuran así dos planos, dos viajes: el real, por el que el lector acompaña al poeta en un dinámico trayecto que, además, es paralelo al tiempo creador, como digo, -el presente- y el viaje interior -presente y pasado- hacia lo hondo del ser, de la conciencia, hacia la infancia... Ambos se interfieren y se complementan. A lo largo del recorrido el poeta va a llevar a cabo un duro ajuste de cuentas consigo mismo, va a purgar su conciencia, en diálogo con un tú -el de la amada- que duerme ajena en el compartimento, pero que lo acompaña física y metafóricamente hacia el mismo destino. Esta ausencia y presencia, a la vez, de la esposa le da alas para expresar sin pudor lo que secretamente siente en su alma, atormentada por las mismas dudas y el mismo lastre existencial que ya hemos visto en algunas entregas precedentes. No cabe duda de que la estrategia estructural le permite una orquestación de los poemas, un dinamismo y una riqueza -sobre todo por las acotaciones o referencias a paisajes, pueblos, cielos, pájaros- de extraordinario alcance plástico. Las metáforas o personificaciones referidas al tren o al viaje ("soledad movible", "urna que nos transporta", "mausoleo hacia quién sabe donde", "el tren perfora ciego", "el tren huía" etc.) se suceden a lo largo del libro, para que el lector no pierda la singularidad del vértigo que pretende imprimir a su mensaje. La alegoría de la vida está conseguida al ser identificada, de forma realista, con el viaje que está teniendo lugar mientas se escribe el discurso poético: "¿Que la vida es un tren que recorre estaciones / y que al final hay una sin andenes,/ que nos espera el vacío, / o que en cada estación, en cada día/ tenemos que pagar con una fe/ que tiembla?"

ALEGORÍA DEL TREN
          Pero lo sustancioso, claro está, radica en la trascendencia del viaje interior. Me parece sencillamente injusto que Galanes hable en el prólogo citado más arriba de que "en Sagrada forma la función estética resalta en el manejo del lenguaje por el lenguaje". ¿Cómo puede afirmar esto? Yo veo una intención que quiere ir más lejos, que es mucho más ambiciosa, que no se limita al simple manejo verbal. El poeta vuelve a remover las sombras que atosigan su espíritu, y la memoria acude y deja su oleaje de quejas y de incertidumbres, en la noche oscura del ser. Por ejemplo censura la incomprensión de los suyos ante su rebeldía juvenil ("Ah, misterio; yo nací con Rimbaud,/la misma edad de sed tenemos ambos."); deja bien a las claras su lectura existencial de la vida ("existir es clavarse en una herida"); evoca escenas del desamparo de la posguerra y hurga "por el escombro en sueño de los pobres"; reflexiona sobre su condición humana ( "Renuncio a esta tristeza,/pero cómo la quiero./En sus harapos vive/la pulpa del que fuimos"); medita sobre el amor y une las tres heridas :"Morir de escalofrío,/de un beso, con el mismo/tamaño de la vida,/que es envés de la muerte"; y en el sentido de la muerte indaga, identificándola con el sueño "¿He muerto realmente, o en el hombre/el sueño es como un el río que retorna..." etc. Toda esta riqueza de contenidos viene expresada, sí, a través de un estilo directo, llano, convincente, desde el punto de vista de la eficacia poética. Bien es cierto que en los poemas finales se difumina un tanto el sentido del viaje y se produce una cierta dispersión en los contenidos, y se pierde de vista la unidad establecida inicialmente. Tal vez no se trate de otra cosa que de "captar lo junto/ que tiene lo diverso". El balance final de este recorrido espiritual se establece en el último poema, en donde se asiste a una suerte de reconciliación ritual:

                                                    "...es gloriaiaia
           pensar que me arrodillo en mi río y con agua
           bendita me persigno, me confieso de toda
           ausencia y, perdonado, tomo la luz, los aires,
           el sol, la brisa, el mar de allí, como quien toma
           en un domingo claro que es orilla de un dios
           la eternidad de un día de la sagrada forma.

          Cierra su obra, por el momento, Habitación en Arcos, ("Libertarias", Madrid, 1997). Asombra compro-bar cómo el poeta mantiene viva su fidelidad a unos principios, que fueron los que alentaron sus primeros libros y que han ido vertebrando su obra posterior a lo largo de los años. Ya lo expresaba antes... Con esta nueva entrega reaparece el tono evocativo-narrativo de sus mejores títulos. Y, sobre todo, resurge engrandecida la devoción por una tierra que ha sido piedra de toque y materia de inspiración permanente para el poeta: Arcos, su cuna, su tierra natal, a la que va dedicado enteramente el poemario. De hecho Habitación en Arcos es un homenaje a la infancia vivida allí y a los seres con los que compartió sus sueños y sus lances en esa edad de la inocencia, a la que otra vez regresa a través de la memoria y el recuerdo. El final del poema 24 de Sagrada forma, explica la reincidencia: "Por poco observador que el hombre sea/ sabe que vuelve al punto de partida". 
          Orquestado en cinco largos cantos, el poeta repasa a través de ellos lo que fuera su infancia y su juventud vividas en aquel entorno mágico que lo ha marcado para siempre. Arcos aparece personificada y convertida en el , a quien se dirige el discurso poético y apostrofada en numerosos tramos del texto. En esta ocasión hay una mayor morosidad y el regreso se lleva a cabo como si el escritor estuviera en una suerte de estado de gracia. La anécdota que inspira el libro se desvela para el lector en el canto IV, y alude a la habitación que, con su nombre, existe en un hotel de la ciudad, propiedad de José Antonio Roldán, amigo de la infancia del poeta. Yo conozco el lugar y doy fe de que se trata de uno de los rincones más bellos que he visto nunca. A partir de ahí no es difícil imaginar que Antonio Hernández se sintiera tentado por rendir este otro tributo a la patria que lleva tan dentro, como formando parte de la sustancia de su alma. Con él consigue, sin lugar a dudas, uno de los libros más hermosos e intensos, a fuer de verdadero, de cuantos han salido de su pluma. Estamos, pues, ante una de las cimas de su propuesta lírica. ¿Se trata de nostalgia?, ¿Es la memoria compasiva que vuelve para redimir un tiempo que se fue y poder así rescatarlo del vacío, del olvido y perpetuarlo? Ambas preguntas se formulan en el texto, que se inicia con unos versos en donde especula sobre la razón de estas reincidencias: "Que vuelva yo a mi sombra y todo brille/debe ser capricho de los dioses/dados a confundirme y elevarme/ como sucede en el amor de los adolescentes".
          El primero de esos largos cantos se ofrenda a la ciudad y funciona líricamente a modo de invocación. Se hace recuento en él de la vida vivida por sus calles y plazas, por los rincones preferidos de la niñez y se convocan en los versos a familiares, parientes, personajes históricos, o se refieren ritos, costumbres... en un encendido texto que deja ante los ojos del lector el aluvión de escenas que el recuerdo mantiene, prístinas, en el corazón del poeta: "Yo grito eco, aquí, y más que esa palabra/ el horizonte viene con pantalones cortos,/ mi cartera, mi goma de borrar, los libros,/ vengo yo del colegio y mis amigos tutelares,"... El canto segundo se centra en el entorno específico de la casa familiar, el solar de los suyos. Inevitable traer a la memoria el paralelismo en la dicción con el modo rosaliano en determinados instantes del poema en los que, con fuerte impronta narrativa, nos llega la atmósfera abigarrada de una casa de huéspedes, que es casa de todos, con ribetes de significación mágica, para los ojos del niño: "... Mi casa era una casa / de huéspedes, no era mía y se hizo/ definitivamente mía más allá del propio destino/ gracias a algunos de ellos que se fueron/ sin pagar, o dejando su riqueza;"


DE IZQUIERDA A DERECHA: JUAN JOSÉ TÉLLEZ, JOSÉ LUPIÁÑEZ, RUIZ COPETE Y ANTONIO HERNÁNDEZ EN ARCOS DE LA FRONTERA

          La tercera parte se retrotrae a los juegos infantiles, a los amigos de antes, al colegio, al recuerdo de Don Manuel, los frailes, el cine, las fechorías de mocedad, las primeras preguntas sobre la fe, sobre Dios ("Yo no entendía a Dios, no lo entendía/ y no lo amaba); y la nostalgia del temblor verdadero del amor, que asomaba a su vida: aquel pacto de miradas que le anticipó proféticamente su camino... La cuarta vuelve al presente de la escritura y se sitúa en el preciso enclave que da motivo al canto: el hotel, la habitación en ese hotel, que justifica el título del libro, como anticipaba antes. Nuevo balance, nuevo recorrido evocador, desde aquel mirador, desde aquella atalaya, que lo es también de su vida. Ahora la memoria se va al cine de la época o se fija en los personajes pintorescos que jalonan aquella edad: el contador de historias, el comerciante en pájaros, la gente del circo, los gitanos, los cómicos de la legua, etc., que desfilan como una procesión de seres y siguen alentando para el creador y siendo símbolos permanentes que marcan los límites de un tiempo. Un tiempo al que regresa imaginariamente, mientras la esposa duerme y el poeta, mientras tanto, frecuenta el ayer.
          A modo de cierre, retorna el canto número V al leit-motiv inicial y expresa el deseo final del escritor de reconocerse en aquel predio mítico y de fundirse en él y con él, en un acto de comunión personal con la ciudad, la tierra, sus gentes y el paisaje todo que dieron razón de ser a sus pasos por la vida y marcaron inevitablemente su destino:

           Porque si en ti nací para la muerte
           y parte tuya soy, de tus raíces
           rama, me llevaría
           contigo únicamente
           cuando te lleve a ti, cuando ya tarde
           sea para llevarnos,
           escrito yo en tu espacio, tú en mis versos.

           A cambio de mi cuerpo, sí, la vida.

          Libro mayor, digo, y último por el momento de la obra en marcha de un poeta en plenitud. Estilísticamente rico en atrevimientos y recursos, de entre los que sobresalen la reiteración, el paralelismo estructural, la paradoja, los apóstrofes a la ciudad, las personificaciones, las metáforas y ese permanente tono evocativo y narrativo que yo veía próximo a Rosales en algunos momentos, pero también próximo a eso que Unamuno gustaba llamar autodiálogos... Libro mayor de un poeta mayor que cree, con Novalis en el poder lenitivo de la poesía para curar las heridas de la razón y que , como muy bien expresaba Félix Grande, "no nos entrega un corazón improvisado: ha dejado que el tiempo afine, esponje y dé a sus emociones temperatura exacta, temperatura duradera; ha dejado que el tiempo transforme su emoción en experiencia conmovida. Por eso nos conmueve. Por eso nos tatúa".


JOSÉ LUPIÁÑEZ
15 de diciembre de 1997


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