Volver a Presentaciones


JOAQUÍN PÉREZ PRADOS


        Hace ya casi unos cuatro años el escritor Joaquín Pérez Prados me comentó un día que estaba presto a cruzar el charco por vez primera en su vida y marchar a Cuba. Iba a ser, pues, su bautismo atlántico y lógicamente no podía esconder la emoción mientras me adelantaba algunos pormenores y me confiaba los preparativos del mismo. Se trataba de un viaje mixto, entre solidario y turístico, organizado por el Sindicato de Comisiones Obreras. Se pretendía con él facilitar el acercamiento de los profesores españoles a la realidad educativa y social de aquel país. Un viaje, que se repite cada año con nuevos grupos de enseñantes que visitan centros educativos y, de paso, recorren un poco la isla y descubren los rincones de sus ciudades, algunas de sus industrias tabaqueras, sus museos, sus monumentos y los paisajes más insólitos de ese caimán en medio del Caribe que es Cuba. Un territorio especialmente próximo a cualquier español y con el que todos hemos tenido alguna suerte de relación. Porque Cuba ha sido parte de la colonia y son muy pocos los que no han oído hablar de algún familiar, de algún antepasado, que no hubiera marchado allí como soldado durante las guerras de finales del siglo XIX, o incluso antes.
      ¿Quién no ha recibido en su infancia las noticias de un remoto pariente que se enriqueció o se arruinó probando fortuna en la perla caribeña? ¿Quién no guarda en la memoria sentimental anécdotas de ese tío abuelo que ya no quiso volver, o de aquel otro que sí regresó, tras largos años con una negra cubana por pareja, y edificó aquí su quinta, su palacete ostentoso, frente al que era costumbre plantar una palmera? Todas las casas de indianos en España exhiben con orgullo ese estandarte esbelto como distintivo, con el que evocan la nostalgia de Cuba y es que, como decía Gautier y han repetido mucho después los poetas de Cántico, es imposible ser infeliz bajo la sombra de una palmera.
      Había en las palabras de Joaquín un temblor desconocido, una secreta fascinación llena de impaciencia por descubrir el territorio que probablemente había resonado en su memoria desde la juventud. Él ha sido un buen viajero y ha visitado bastantes países, pero esta vez se trataba de Cuba y noté que Cuba en él despertaba más emociones y más sentimientos que otros destinos por los que había optado antes. Y, en efecto, como él mismo cita en el quinto párrafo del Pórtico a este libro que hoy saludamos, nos vimos en la Cafetería Centro para


EL PAÍS DEL SON

hablar de la aventura en ciernes. Me citó allí con el propósito de que le adelantara algunos detalles que pudieran servirle en su periplo por aquella tierra de leyenda y hablamos mucho de la isla, de sus gentes, de sus costumbres, de su singularidad, de sus escritores, de su situación actual, de sus contradicciones a veces dolorosas...
             Yo había visitado Cuba por vez primera a mediados de los ochenta y conservaba muy vivo el recuerdo de aquel viaje, en el que pude recorrer por mi cuenta gran parte de sus provincias y asistir, en Cienfuegos, a un discurso de Fidel Castro con motivo del aniversario de la Revolución. La imagen tan próxima del líder carismático, a quien tenía apenas a unos cuarenta o cincuenta metros resulta difícil de olvidar. Aquella larga tarde, confundido entre el pueblo, como uno más, atendiendo a sus palabras, se ha quedado ya para siempre en la entretela sentimental como una estampa casi bíblica que me hacía evocar al David confiado que amenaza con su honda al poderoso Goliat. Era como un icono de la desproporción. Eso pensaba yo entonces mientras atendía a su infinito parlamento que nos mantuvo en vilo durante casi cuatro horas. Luego volví a la isla en otra ocasión también memorable, esta vez desde México y con un compañero de excepción a bordo, nada menos que Gabriel García Márquez, que acababa de publicar su novela inolvidable El amor en los tiempos del cólera, por la que todo el mundo le felicitaba, incluida la rendida tripulación de aquel vuelo de la compañía Cubana, que prácticamente le rendía honores a la puerta de la escalinata de la nave. En fin, muchos recuerdos…
      Al encuentro al que me he referido le llevé a Joaquín la guía que me sirvió de referencia en mi viaje y no sé si muchos artículos y trabajos sobre Cuba que había recopilado de la prensa y de revistas históricas y que formaron parte de la copiosa documentación que pude reunir antes de emprender yo el mío ya lejano. Pero todos estos materiales, aunque nos ayudan a ubicarnos sirven sólo como pequeñas apoyaturas que nunca pueden sustituir a la experiencia vivida. El viaje siempre es viaje hacia uno mismo, sea el destino Cuba o Madagascar, Chile o Australia. Y de esa experiencia personal Joaquín Pérez Prados ha sabido destilar esos momentos que se quedaron prendidos a su memoria en esta especie de itinerario espiritual compuesto por brevísimos capítulos que son los que dan sentido a este El país del son, gozosa realidad que hoy saludamos.
      El país del son: me encanta el título músico y mágico que ha elegido Joaquín para esta crónica de su primera experiencia caribeña. No sé si en su elección ha tenido algo que ver el antecedente de otro libro que un motrileño excepcional nos ha dejado. Más que libro en sí, me refiero a un largo poema, el único que escribió en su vida el dramaturgo José López Rubio y que nombró Son triste. López Rubio era un descreído de la poesía. Tenía algo de Platón al expulsar a los poetas de su ciudad ideal. Creo que sólo gustó de la obra de Rilke, los demás autores no le resultaban muy creíbles. Un poema absolutamente excepcional, como digo, y lamentablemente poco conocido, que tuve la fortuna de editar en su día en la Colección Ánade, con el apoyo del Ayuntamiento de Motril, precedido de un prólogo luminoso y esclarecedor de su albacea literario, el también poeta y estudioso del teatro José María Torrijos. Como vemos, en ambos resuena el mismo son, si bien el son de López Rubio lleva esta vez ese componente dramático, que evoca el destino trágico de la negra Rosa y que lo aleja del tono de sorpresa viajera en el que se desarrolla el de Joaquín.
      Una de las constantes que más he admirado en la obra de Joaquín Pérez Prados ha sido –y es– lo que podríamos llamar su motrileñismo militante, es decir: su profundo amor patrio, su absoluta defensa de los valores y tradiciones del entorno que lo vio nacer, y ello hasta tal punto que se ha convertido, a mi modo de ver, en uno de los mejores cronistas actuales con que cuenta esta ciudad. No hay libro que haya publicado en el que no aparezca con mayor o menor protagonismo la ciudad de Motril con sus paisajes y su paisanaje, con sus luces y sombras. Desde distintos puntos de vista, Motril se convierte en elemento recurrente en la práctica totalidad de su obra. Y no sólo en novelas como Las andanzas de Leoncio Pangallo en el nuevo mundo, antecedente épico del libro que nos ocupa, sino en cualquier otra por muy distante en los propósitos que nos pudiera parecer. Siempre hay un hueco, un rincón que establece relaciones con el solar patrio. Aquí no iba a ser diferente el proceder y la sintonía entre la atmósfera caribeña encuentra su eco en este otro entorno tropical, con sus coincidencias de caña y de ron, de plataneros y como de mundo aparte. Entre otras muchas referencias que podrían ilustrar lo que digo, hay un capítulo titulado “Sentirse como en casa” del que extraigo estas líneas como ejemplo:

No pocas veces, en los distintos itinerarios por las provincias limítrofes a La Habana, navegando por un paisaje verdecido por las últimas lluvias, me ha asaltado la sensación de hallarme en casa. Pese a lo exótico y desconocido no extrañaba el territorio alfombrado de caña de azúcar y plataneros.
  Cierto que no encajaban las palmas ni los grupos de guajiros en las cunetas de las carreteras segando la hierba rebelde con machetes, (en mi pueblo esa operación se efectúa con azadas, rastrillos y, más modernamente con artefactos automáticos).
   Mi retina de motrileño no se sentía ajena a las vegas feraces y a las colinas humanizadas por el laboreo.
  Desde antiguo a Motril se le conoce como la pequeña Cuba por la semejanza de cultivos, clima y arqueología industrial. Tal vez por eso cuando García Lorca llegó a la isla, le recordó el paisaje de ingenios azucareros del litoral granadino.

      El país del son es un libro sencillo. Esto tampoco es novedad en la trayectoria de un escritor que ha optado siempre por la sencillez, una sencillez que viene siendo norma en gran parte de sus escritos. Ni alambicamiento ni exhibición verbal lo caracterizan y sí la búsqueda de un tono cordial, de transmisión directa y afable de lo vivido o lo inventado. Tampoco pretende este libro constituirse en un tratado exhaustivo sobre la realidad del país que va descubriendo. Su intención más parece elegir el tono menor, el apunte ligero, de los que se sirve para ir construyendo este retablo de emociones y nostalgias, este conjunto plural que ni siquiera pretende seguir la cronología de la experiencia vivida, puesto que altera conscientemente ese orden e infunde otra dirección a los distintos fragmentos que van conformando el todo. Su compartimentación en pequeños capítulos lo hace singularmente ágil y ayuda a su lectura rápida. Las distintas aventuras quedan fijadas en una cincuentena larga de pequeños epígrafes, algunos de los cuales ni siquiera ocupan la página completa, si bien otros se exceden algo más, pero nunca de una forma prolija, a lo sumo dos o tres páginas como máximo.
      A lo largo de todos ellos el escritor va confiándonos los detalles de este primer acercamiento a la realidad cubana como quien cumple con un diario de viajero o registra en su cuaderno de bitácora los encuentros y descubrimientos significativos que le va deparando el viaje. Se puede decir que es un libro de viajes o que se acerca al género, de modo parecido a como ha hecho en otras obras suyas, como en Alcaucín en la mirada o en Encuentro con Jaraba, si bien aquí el referente exotista y cubano hace del libro un proyecto mucho más poliédrico y diverso. La nota histórica, la anécdota, el apunte lírico alternan con la cita de los héroes de la revolución o la referencia y el homenaje a los autores cubanos o de aquellos otros que sin serlo, tuvieron estrecha relación con Cuba. Por ello es especialmente interesante el desfile de nombres incorporados al texto, a modo de homenaje: José Martí, Carpentier, Heberto Padilla, Nicolás Guillén, García Márquez, Eduardo Galeano, Juan Goytisolo, Cabrera Infante, Hemingway, Reinaldo Arenas, entre otros. Se echa de menos, no obstante, mayor detenimiento en autores como Lezama Lima, el gran Lezama de Paradiso, Esferaimagen, Fragmentos a su imán, o el de la Introducción a los Vasos Órficos; el poeta y maestro de tantas generaciones, a quien sólo se cita de pasada, como ocurre con Severo Sarduy o Dulce María Loynaz… Pero ya dije antes que el libro no pretende ser exhaustivo.
      De estos autores que cita el escritor en su libro se nos ofrecen fugaces referencias: se nos habla de un volumen con dedicatoria autógrafa de Martí, y de sus Versos libres, comprados por dos dólares en un tenderete o de la visita a la casa de Hemingway en Quinta Vigía, e incluso del argumento de su conocida novelita El viejo y el mar y del no menos “novelesco” Manolín, convertido ya en “un anciano que usa espejuelos”, pero que no ha perdido la lucidez ni la gratitud hacia el americano barbudo y rebelde. Apuntes, apuntes rápidos que sugieren, como ocurre con la historia de algunos enclaves, o las costumbres, las tradiciones, la gastronomía, el paisaje. Once días le han dado mucho de sí al escritor motrileño para trazar este itinerario sentimental de su primer encuentro con un territorio que nunca deja indiferente al viajero.
      El país del son no es un libro crítico. El autor no se adentra en las vivas controversias que Cuba levanta, ni pondera afectos o desafectos al régimen de Castro. Su visión es por ello más dulce, más cortical. Él me ha confesado que once días son pocos para juzgar una situación tan compleja. En esto disentimos. Mi recuerdo es más agridulce, tiene más sombras y es quizá menos beatífico. Aunque en sus páginas se entrevé algún comentario velado a ciertas contradicciones, no abunda en ellas, ni las ilustra, ni polemiza. Muy de pasada leemos por ejemplo alguna referencia a las jineteras: “Lo cierto es que tales amazonas de cuerpos esbeltos y labios de carmín, cabalgan de nuevo a caballo de la necesidad”. O de forma respetuosa anota: “el coloquio dejó en carne viva la contradicciones del sistema cubano”, cuando consigna el sueldo mensual de un maestro que ronda los quince dólares, o el de un médico especialista que ha de conformarse con unos veinte… Alguno podría discutir este extremo, sobre todo urgido por la actualidad de los recientes testimonios de Raúl Rivero, excarcelado hace muy poco gracias a la mediación del gobierno español… Pero yo respeto esa decisión suya, esa distancia de los conflictos, esa contención ante los desajustes que él me asegura no ha podido comprobar en el exiguo tiempo vivido en la isla. Y yo le creo.
      Con todo, el libro, a mi entender, cumple su función primordial. Si la literatura de viajes pretende encender el interés, despertar la curiosidad por un territorio determinado, éste lo consigue. Después de leído se aviva el deseo de viajar a Cuba. No creo que exista mejor halago para un autor que escribe sobre un país, que el poder recibir la franca confesión de la inquietud que ha sabido sembrar o despertar por conocerlo y recorrerlo tras la lectura. Yo declaro que en mí ha reverdecido la nostalgia de Cuba y el deseo de volver, y estoy convencido de que lo mismo le ocurrirá a muchos de sus futuros lectores. Y en todo ello ha tenido mucho que ver esa sencillez suya, esa visión limpia y serena del paisaje y de las gentes que resisten en medio de tantas adversidades, y esa vigencia que él demuestra conceder a los mitos, aunque su brillo sea otro cuando nos topamos de frente con la inquietante realidad de los mismos.
      Para Joaquín Pérez Prados cuentan más los himnos entonados por los jóvenes estudiantes en los patios de los centros; los enormes esfuerzos llevados a cabo por alfabetizar al país; el contacto con los pícaros taxistas que conducen esos remendados autos de los tiempos de Batista, de forma casi milagrosa; el fundirse con los nativos en los paseos por el Malecón; la admiración por esa manera vibrante y lasciva de moverse y bailar, que es casi genética en las gentes caribeñas; la omnipresencia de las consignas que recoge como en una letanía de citas: “Decir Cuba es decir revolución”, “Sólo vencen los que luchan y resisten”, “Seguimos en combate”, “Patria o muerte venceremos” y tantos otros. Para Joaquín cuentan más las lluvias repentinas; las amenazas americanas, de índole hasta biológica; los itinerarios a la búsqueda de los vestigios de los maestros de la Literatura; los fondos marinos de ensueño de Cayo Largo; las arenas blanquísimas y cegadoras de las playas; los nombres bíblicos de los cañones del castillo del Morro; las fascinantes retahílas de la santería; la fraternidad natural entre blancos y negros; el ritual de los mojitos y daiquiris; la bendición de las frutas variadas; las profundidades de las Cuevas de Bellamar; la guayabera que le hubiera quedado tan “pintona” de haberla aceptado de un camarero que se la ofrecía como regalo; todas esas evidencias en fin, que nos hablan de una tierra de pasión y misterio que entona himnos revolucionarios y se encomienda a Shangó, o que sestea a la sombra de las enhiestas palmas…
      El Epílogo y otros acontecimientos encadenados del final del texto nos ofrece, ya desde la perspectiva del regreso, el testimonio de la nostalgia que Cuba deja en el corazón. Esa distancia le viene bien al libro como resolución del mismo, como cierre del círculo. Diario, cuaderno de campo, y testimonio eso sí de un interés verdadero, de un interés cómplice por un país que aún nos sigue doliendo a todos los españoles. Para su pueblo, para sus gentes deseamos el mejor futuro y que se esfume pronto eso que muchos cubanos llaman “vivir en el peligro”, que es una suerte de vida tan ardua y tan trabajosa y a veces tan inhumana.
      Demos, pues, la bienvenida a este nuevo libro de Joaquín Pérez Prados y celebremos que, una vez más sea excusa para renovar el hermanamiento entre dos pueblos: el de aquel Caribe lejano y el de este litoral de Granada, y saludemos su gesto solidario al ofrecer lo que se recaude con su venta a Farmamundi, como ha hecho ya anteriormente con otras obras suyas que ha puesto a la venta para entregar sus beneficios a otras organizaciones no gubernamentales. Decid a todos que lo lean y que lo compren por los motivos que aquí quedan expuestos y por tantos otros que seguramente descubrirán a sus anchas, a medida que lo vayan conociendo.

JOSÉ LUPIÁÑEZ
CENTRO CULTURAL CAJA GRANADA
Motril, 22 de abril de 2005




   (subir)