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MERCADO. LIONEL ROUBILLARD.


        Vamos saliendo de Tuxtepec con ritmo de cumbias. Llueve incansable-mente sobre el verdor que se multiplica en árboles y en frondas incógnitas. Viajamos en un autobús antediluviano -un DINA Quinientos de cuarenta plazas--, de los que aqui se conocen por los Vehículos de la Cuenca. Dejamos Tuxtepec, después de atravesar el puente sobre el Río de las Mariposas. Voy incómodo, mis piernas no caben en el espacio que queda entre los asientos, pero soy feliz: una dicha inexpresable me embarga y me bendice al paso de las inmensas plataneras que se muestran en la lujuria de todo su esplendor.
        Ahora la carretera discurre paralela a ese río enorme de inolvidable nombre, cuyas aguas reciben las infinitas gotas de la lluvia. En sus orillas mujeres lavan ropa a pesar del continuo aguacero. Hay como un extraño vaho, un vapor que humedece y nimba el paisaje de encantamiento. Dos colores: el verde y el gris. Vegetación incontenible y montañas brumosas en el horizonte. Las briznas de la nubes dan vueltas alrededor de las cumbres; son anillos de nubes que giran muy lentos en torno a los pináculos y que hacen más misteriosas las crestas lejanas.

TUXTEPEC
        Las palmeras reaparecen como dulces explosiones, penachos inmóviles en medio de los claros, cercanas a las casas en las que los habitantes de estos parajes guarecen sus vidas enigmáticas bajo esas livianas techumbres.
        El agua penetra en el interior del vehículo y corre por el suelo y perla los cristales de las ventanas, que no cierran bien, y salpica en los rostros de los viajeros, y en mi brazo, y en el papel en el que trato de fijar una escritura forzosamente vacilante.
        Viajamos con música de fondo. Son ritmos afroantillanos que se ahogan, de tiempo en tiempo, con el traqueteo y el ruido del motor. Todo son veladuras, todo aparece impregnado en esta mañana acuosa y azulada… Un saltamontes acaba de enredárseme en el pelo: abro la ventanilla y lo suelto a la magnificencia del Valle Nacional, el territorio de los chinantecas.

HERHUIPILLO CHINANTECA
        En el Valle Nacional nos detenemos: una aldea pequeña, un poblacho que desparrama sus casas humildísimas en medio del verdor imparable. Bajamos, pero el restaurante Desgarennes está cerrado. En su puerta, recién pintada de color azafrán, cuelga un inmenso lazo negro, algún crespón de luto por alguien que se fue para siempre. Paseo por los alrededores de la aldea y me encuentro con algunos lugareños que comen y beben bajo los porches; son los miembros del velatorio.
        Estamos cerca de un puesto de frutas, y a punto de partir. Por encargo de un viajero pido medio kilo de nanches. Es la primera vez que pronuncio esa palabra y no sé qué me van a dar a cambio del billete que exhibo por la ventanilla. Al momento me traen una bolsa repleta de frutillos pequeños del tamaño de las acerolas y de color amarillo. Tienen un sabor dulce y ácido. Su pulpa es aterciopelada y esconden una semilla negra.
        Llevo el regusto de esos nanches en mis labios y una sorpresa que aumenta a medida que esta caja ruidosa asciende los altísimos montes del Valle Nacional. Hacía tanto tiempo que no veía unos parajes tan gloriosamente verdes, tan milagrosamente altos. Da vértigo mirar hacia abajo. Estamos casi en el dominio de las nubes, que tocan ya las copas de los árboles con su niebla azulenca.
        Todo es ascensión, ascensión inexplicable y misteriosa. La cinta cenicienta de la carretera es pura rampa. A diestra y siniestra árboles gigantescos, helechos y lianas, frutos desconocidos y salvajes, vegetación fuera de límite en una eclosión sin control desde el mantillo de musgo y el reino de los líquenes opacos. Todas las gamas del verde se nos precipitan. Nos zumban los oídos y respiramos con más dificultad; estamos casi a punto de tocar el cielo.
        Ha cesado de llover. Desde las alturas se ven las pequeñas chozas abajo, sometidas por la vegetación, casi ocultas, diminutas, hundidas en los cortados y en los declives. "Combate al gusano barrenador del ganado" se lee en una de ellas, que nos sale al paso, al pie de esta sierpe interminable de la carretera. No os miento: estamos tocando las plantas de los ángeles o sus brumosas vestiduras.


VALLE NACIONAL

        De vez en cuando la sorpresa de cascadas que derraman plata líquida desde las oscuras rocas de esta Sierra de Juárez. De tarde en tarde, alguna aldea, apenas dos o tres chozas de estructura de bambú con tejado a dos aguas de hojas de cocotero. Chozas desde las que salen niños que nos miran con ojos asiáticos e incrédulos, bajo las banderolas multicolores de sus ropas tendidas.
        Es imposible tanta escalada, y sin embargo seguimos ascendiendo por esta angosta carretera, angosta e inverosímil, angosta y llena de peligros. Empieza a hacer frío. Los viajeros despiertan de su sopor y se abrigan. Respiro nubes; todo es nube ahora mismo al paso de Vista Hermosa. Vista Hermosa, La Esperanza, aldeas mínimas de dos o tres casas perdidas en la inmensidad de tanta altitud. A nuestro paso salen niños que se cubre con hules de colores par esquivar la llovizna que ha vuelto a persistir. Nos despiden como paralizados por la sorpresa: indios chinantecas, en los que se adivina muy pronto el viejo que han de ser.

OAXACA
        Y así, condolidos de tanto sentir, llegamos a Ixtlán sobre las cuatro de la tarde. Vuelven a taparnos la salida esas niñas con sus cestillos de frutas y una más dulce letanía musical: "¿no quiere duraznos?, ¿no quiere duraznos?, ¿no quiere duraznos?, están recién cogidos de los árboles…"
        Pronto, muy pronto ya Oaxaca y sus piedras azules. Oaxaca con el chisporroteo de los mercados y el recuerdo de Malcom Lowry. Llegaremos hasta el árbol de Tule y nos esconderemos bajo su copa inmensa y beberemos pulque y grabaremos nuestros nombres en las pencas de los magueys: el mejor sortilegio para hacernos invulnerables, indestructibles y eternos.



EL PERIÓDICO DEL GUADALETE
Suplemento AZUL, nº 47
Jerez de la Frontera, 14 octubre 1989



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