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       Decía Baudelaire en su célebre poema XXXIII de El spleen de París: "Hay que estar siempre embriagado. Este es el secreto; ésa es la única cuestión. Para no sentir la horrible carga del Tiempo que rompe vuestros hombros y os inclina hacia la tierra, tenéis que embriagaros sin tregua".Y se preguntaba a continuación: "¿Pero de qué?", para responder inmediatamente: "De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto. Pero embriagaos". Pues bien, de esta ebriedad que postula el maestro de Las flores del mal en sus "Pequeños poemas en prosa" parece que tomó buena nota Venedikt Eroféiev para concebir su obra Moscú-Petushki, que pudimos ver representada la noche del pasado domingo 26 de noviembre en el Teatro Calderón, interpretada por Juan Diego y Sebastián Haro, según la versión escénica de Ángel Facio. Apasionante obra, que al amparo del alcohol y de la metáfora del viaje sirve para hacernos llegar la realidad espiritual de un pueblo que ha vivido y sufrido el trauma de las transformaciones ideológicas y sociales más radicales del siglo XX y que lo corona sumido en un caos dantesco de consecuencias todavía desconocidas.
       Lo cierto es que esa realidad, entrevista a través de los velos que el vodka deja en los ojos y expresada a través de los estragos que la impotencia escribe en los corazones, se yergue como paisaje en el que tendrá lugar la amarga peripecia del escritor Benedicto Eroféiev quien, muerto a consecuencia de su adicción a la bebida, se ve obligado a representar el último día de su vida al cuidado de Ecanus, su ángel guardián. El motivo: salir, zafarse del purgatorio porque, al cabo, beber no es un atentado tan grave para las altas jerarquías celestes. Esta baza servirá de excusa para darnos a conocer su agonía final y el hilo de esperanza que animaba, en medio del delirio, sus sueños amargos: poder ver a su novia en Petushki, la de la larga trenza y mórbidas caderas... En el tren se encontrará con toda una galería de personajes esperpénticos de la Rusia real: caricaturas sangrientas de tipos disparatados, que suben o bajan en distintas estaciones del trayecto. Desde el tren, de igual forma, se irán entremezclando escenas del pasado, de su propia vida, marcada por el signo adverso de la huída a través del alcohol y jalonada de fracasos y pequeñas miserias.


JUAN DIEGO

       La puesta en escena resultó algo desigual. Yo gusté mucho de la interpretación de Juan Diego porque siento especial debilidad por este actor de acreditada trayectoria profesional y de indudables dotes para el desgarramiento que le pedía su papel, sin embargo la falta de sincronía de los efectos fónicos y luminosos, tan importantes para el desarrollo de la obra me pareció que añadía a su actuación un punto de crispación insólito en algunos momentos. La obra, profundamente escatológica en los dos sentidos del término, le permitía acentuar el feísmo, el vómito, el ex abrupto hasta extremos, a veces, algo desproporcionados. Falló la cobertura técnica por falta de apoyo y falta de infraestructura, según me indicaron los propios miembros de la compañía, pero esto no me impidió apreciar a un primer actor como Juan Diego, algo más enervado en algunos tramos, es cierto, pero que consiguió cotas inolvidables en su papel. Otro descubrimiento fue para mí el actor Sebastián Haro, quien no sólo encarnó a Ecanus, sino que también representaba aquellos otros personajes ocasionales que se cruzaban en las escenas finales de la vida del escritor. Consiguió dar vida y verdad a una sucesión de tipos en un alarde de versatilidad que puso muy a las claras sus cualidades histriónicas y su profunda conciencia de la escena. La pareja funciona maravillosamente sobre las tablas y de haberse dado, como estaba previsto, el contrapunto de la apoyatura de luces y de sonido hubiera sido una noche redonda. La evidencia de estas distorsiones llegó hasta el final, con un tren eléctrico renqueante que se quedó a medio camino buscando un efecto entre el humo, que no cuajó y que desencadenó la grita de Diego en un dramático reclamo que repetía "ese tren, ese tren". Pero ni aún estos inconvenientes lograron desposeernos de la sensación turbadora de haber asistido a una representación de las que no se olvidan fácilmente. Queda su zarpazo en nuestra sensibilidad, quedan sus brumas y sus personajes de pesadilla, como persiste su crítica ácida y corrosiva de un sistema desmoronado y la constancia de que este viaje a los infiernos que realiza Benedicto, es también una reflexión sobre las zonas más oscuras de la condición humana, cuando se ve mediatizada por la zafiedad, la incomprensión, la enfermedad, la represión o la indigencia.


PROTAGONISMO DEL ALCOHOL

       Beber, beber es la consigna, beber compulsivamente, hasta el final, hasta la hez. ¿Para olvidarse, para escapar, para difuminarse en medio de tanta adversidad o para buscar, para escudriñar, para inventar una esperanza, para soñar un paraíso a través del cual redimirse? Esta dualidad es la que me parece más convincente en la obra. Y difícilmente puede ser otra: aquí la verdad del personaje parece escorar hacia un lado y otro de la controversia planteada y es el alcohol el que lubrica los ejes de esos mecanismos, de esos comportamientos, pero también la frustración, el fracaso espiritual, entre los que se buscan con ahínco pequeños momentos de ternura, pequeños destellos de grandeza.
       La atmósfera que lograba la escenografía combinaba su verismo con cierta dimensión misteriosa, llena de resonancias y de matices y todo gracias a un juego de luces conformador tanto de espacios (la realidad, el recuerdo) como, en una cambiante metamorfosis, de luchar contra la fijeza del decorado del fondo: una fachada de estación que se convertía en todas las estaciones debido a su mutación permanente, pero que a mí me transmitía -única y todas- su bocanada de nostalgia imparable. Esa atmósfera, justamente, servía de marco a la yuxtaposición de escenas, de encuentros distorsionados por el aumento gradual de la borrachera y del delirio. Escenas enmarcadas de una vida en zig zag desde el pasado: la fábrica, el descrédito como capataz que culmina en sarcasmo; su paternidad frustrada; su amor a la literatura, que a veces se repunta de la ironía y el ingenio que da la lucidez recobrada en medio de la locura etílica... hasta el presente, con el amor furtivo como asidero último, el amor que aguarda en Petushki. Mientras tanto Eroféiev se irá ahogando lentamente en el alcohol que ingiere, en medio de una lucha interior desesperante, en la que parece estar descartada cualquier posible bonanza.


JUAN DIEGO Y SEBASTIÁN HARO

       Al fondo y ya convertida en épica menor queda la sociedad soviética, que en la lectura hiperbólica del autor malvive bebiendo. Y así se suceden arquetipos humanos que muestran sus historias, sus vidas rotas y que prosiguen el viaje cansados, derrotados, apenas urgidos por pequeños afanes. En este sentido también esta pieza tiene algo de proclama benevolente para cuantos se enfrentan al sistema y gastan la existencia en esa oposición que los va aniquilando, ya que no descubren otra evasión que el alcohol, la literatura, o el idealismo que nunca encuentra su lugar. Sí, cierta angustia kafkiana flota en esas estaciones perdidas de los alrededores de Moscú, en las que azota tanto el frío como la sordidez y en las que suben o bajan tipos condenados a resistir asidos a una botella, sin otra ilusión mayor que seguir bebiendo para acercarse, quizás, al imposible, al Petushki ideal que pueda servir de amparo, de cobijo o que, en último extremo, conceda el precario descanso de la tregua.


JOSÉ LUPIÁÑEZ
Semanario EL FARO
Motril, 9 diciembre 1995



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