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ENRIQUE MORÓN

     Uno de los autores más significativos de la promoci6n de los setenta es, sin lugar a dudas, Enrique Morón (Cádiar, Granada, 1942), quien junto a otros escritores granadinos tales como Antonio Carvajal, Juan J. León, Narzeo Antino, Juan de Loxa, etc., han aportado a la poesía española contemporánea la tradición y la novedad de la escuela andaluza oriental, de la que todavía está pendiente un estudio en profundidad que la sitúe en el justo lugar que le corresponde.
     La crítica se ha hecho eco de la riqueza y variedad de las obras respectivas de algunos de sus componentes y ha constatado la alta calidad de sus producciones pero falta, a mi modo de ver, una mayor atención a la trayectoria individual de estos creadores de obra consolidada y acaso otro comparativo en el que se señalen las confluencias y divergencias y, sobre todo, la innegable contribución al panorama de la lírica española de esos años que se nos ofrece esquematizada bajo un supuesto dominio de los novísimos. Este hecho ha provocado un escamoteo y un ocultamiento de la auténtica riqueza poética que se produce en nuestro país durante esa década en la que se simplifica el caso hasta el extremo de referirla en exclusiva al puñado de nombres que encerró Castellet en su antología.
     Con la poética de Enrique Morón se podría ejemplificar el hecho de esa desorientación de los estudiosos que, obsesionados con repercutir la imagen prefijada e impuesta desde Cataluña, pretenden cercenar las otras muchas tendencias y maneras de nuestra poesía. Prueba de la vitalidad, de la altura y de los logros que han de tenerse en cuenta a la hora de las revisiones, la obra de Enrique Morón haría palidecer las de otros muchos autores que todavía se ofrecen como paradigmas y como modelos intocables a pesar de la precariedad de sus conquistas y de la falta de tono y de genio que sus libros ponen de manifiesto. Reparar esta desproporción es tarea urgente y por ello se hace necesario atender sin prejuicios a esas otras muchas voces que se decantan en nuestro parnaso literario, de entre las que la del poeta granadino destaca con mérito propio por su hondura, por su nitidez lírica y por su impagable maestría.

LA OBRA REUNIDA

     Tras una prehistoria poética de varios títulos, a los que renunció el autor, puede decirse que su obra ya madura se inicia en 1970 con la edición de Paisajes del amor y el desvelo, que vio la luz en una de las colecciones más emblemáticas de la época: me refiero a la serie de El Bardo, dirigida por el también poeta José Batlló. Desde entonces su producción se ha ido jalonando con obras que permanecen en la memoria de muchos lectores de poesía y que en su tiempo fueron hitos para no pocos iniciados. Así, en la misma serie barcelonesa, se publica dos años más tarde su segunda entrega Odas numerales, título al que siguen Templo (Universidad de Granada, 1977), Bestiario (Ámbito literario, Barcelona, 1979), Cantos adversos (El Bardo, Barcelona, 1985) y Crónica del viento (Alfar, Sevilla, 1988). Todos estos libros


POESÍA COMPLETA

se incluyen junto con los inéditos Soledad y Sereno manantial en su obra reunida que tuve el privilegio de editar en la colección Ánade, bajo el nombre de Poesía (1970-1988) (Ediciones Antonio Ubago, Granada, 1988). Preside este volumen, de obligada consulta, un breve prólogo que solicité al autor —poco amigo de reflexiones críticas sobre la creación propia— en el que, no obstante, se aclaran muchas de las claves y de los ejes temáticos de su poética. Desde entonces dos nuevos poemarios han aparecido: Despojos (Ánade, Granada, 1990; que algunos consideran una de sus entregas más importantes y el que por ahora constituye su última aportación, La brisa de noviembre, número segundo de una nueva serie poética granadina: la colección Campo de Plata, que dirige Ángel Moyano.

LA BRISA DE NOVIEMBRE


LA BRISA DE NOVIEMBRE


     La brisa de noviembre es un poemario que conecta con textos anteriores, sobre todo con Soledad y Sereno manantial, en tanto que supone una recreación poética que implica de nuevo la vivencia de la naturaleza. En este libro se reproducen las grandes constantes de su obra, por eso vemos reaparecer aquí los temas y las referencias emotivas del autor. No hay ruptura ni giro radical en estos versos que se orientan hacia la alabanza de aldea y consolidan la Arcadia particular del poeta, sobre la que ya se ha pronunciado a lo largo de toda su producción previa el escritor granadino. Ofrece esta nueva entrega la visión cíclica de un año que principia con la estación que más le define: el otoño y que sucesivamente avanza hasta la primavera, tras la experiencia del largo y frío invierno. Paisaje, naturaleza, intimismo, estados espirituales contemplativos, sensorialidad y visión honda y desencantada del mundo coinciden de nuevo en estas páginas, con variaciones poéticas de altísimo poder expresivo. Vemos, en efecto, a través de estos versos, materializarse su poética que es suma de sentimiento, lenguaje e imaginación. La fuerza motriz que cohesiona los textos no es otra que ese ejercicio por el que se ciñe la palabra a lo que es el plano emotivo-sensitivo, sin amagos ni facilismos, buscando siempre el equilibrio expresivo entre las verdades sentidas y el brillo o el sonido de las palabras.


PRESENCIA DE LA NATURALEZA

     El libro fluye como un diario sentimental. Se trata, como otras veces, de un todo concebido a modo de ciclo completo. A este respecto podría hablarse de una visión organizadora de los textos que aparecen ordenados bajo unos motivos arquitectónicos comunes, como antes ocurriera en entregas precedentes (Odas numerales, Bestiario, Despojos, etc.). En este caso los ejes dominantes que brindan unidad son los del paisaje, el tiempo y la confidencia o la reflexión sobre la vida vivida y hasta la pulsación del instante en el que tiene lugar el acto creador. La naturaleza, como es frecuente en toda su obra, no se concibe como mero decorado, sino como continuación de los estados de ánimo del escritor, como confidente e incluso como elemento ilustrador del mensaje, de un mensaje teñido de desesperanza:

Tengo tanta nostalgia que quisiera
regresar al silencio de los prados
juveniles. Me duele la cintura
esbelta de los álamos, el torso
de la alta roca desnuda y la fragancia
desvanecida de la brisa leve.
   (Pág.,21)

     La temporalidad, el paso del tiempo, da pie a la evocación y a la nostalgia de la juventud, con el consiguiente enfrentamiento doloroso entre pasado y presente. De ahí surge esa visión desencantada del mundo expresada a través de estados de melancolía, nostalgia, tristeza, hundimiento espiritual, etc., que llevan al poeta a conclusiones cercanas al desengaño y al pesimismo barrocos. Tales estados se potencian con el intimismo de sus versos que adelantan las razones profundas del corazón y que, frecuentemente, se comparten con un que es encarnado por la amada, el amor, la amiga o el amigo:

Decir en esta tarde, llanto, lluvia,
fuente de mis deseos, agonía,
enmudecido grito del silencio:
caudales son que de mis venas fluyen
hacia la muerte, amor, hacia la muerte.
   (Pág. ,45)

     El ciclo se cierra con el cuarto apartado del libro, que titula el poeta «He vuelto a la ciudad». Contrasta vivamente esta sección con las anteriores puesto que la naturaleza de la urbe es rechazada o vista desde ángulos negativos. El menosprecio de corte sigue siendo, pues, vigente en este libro, como antes lo fuera en otros títulos. El campo semántico referido a lo urbano resume el desdén del creador que añora la vuelta a los paisajes vividos, el regreso a los predios en los que la tristeza o la pesadumbre encuentran ecos y latidos más humanos. La ciudad es así concebida como deshumanizadora, despersonalizadora y se asocia frecuentemente con la muerte. Algo de simbolismo y cierto tirón visionario tienen estos poemas en los que las “nevadas avenidas”, las “aceras implacables”, los “autobuses insólitos”, las “frenéticas ambulancias”, los “lánguidos trenes” o la “llana cruel de los semáforos" marcan un tiempo de angustia, de hastío, de pérdida, en suma, de las auténticas razones por las que vivir. Ante tanta adversidad el autor se impone, finalmente, el regreso a la naturaleza, la vuelta a los parajes de la juventud, el retorno al origen en la última composición del libro que titula, precisamente, “Vámonos a los campos”. Es la única salida del laberinto, es la salvación, el bálsamo posible que puede aliviar la desazón del hombre perdido en la ciudad, del hombre encarcelado y sometido a la tiranía de las servidumbres urbanas:

El vaho escala sombras, diligente
se eleva a los cristales de las cafeterías.
Camino con el ceño
fruncido por la contrariedad.

Vámonos a los campos, amor, dame
tu última queja
bajo la densa niebla de las fábricas.
Que los arroyos crezcan en tus ojos
y en mis palabras brisas, amor, vámonos
a los campos.
                                  (Pág., 79)

     Del campo a la ciudad, a la experiencia de la urbe que hace fruncir el ceño, que provoca contrariedad y desconfianza... Por esa razón se impone la vuelta a lo rural, a la cultura campesina, tras la vivencia de la ciudad esquiva.

FINAL

     Hace varios años, en un artículo titulado «Notas acerca de mi poesía», que me permití solicitar al autor para un suplemento de cultura de un diario jerezano,


LA VUELTA A LOS ORÍGENES

avanzaba esta misma idea el poeta, al reflexionar sobre el estado de la cultura. En sus palabras se reproduce sucintamente el pensamiento que ahora, poéticamente, ha ilustrado con versos inolvidables en este su último título. Decía allí Enrique Morón: “El arte y con él la poesía, han quedado relegados en el desván de las cosas inútiles. El intelectual ha cedido su espacio al ejecutivo —político— agresivo, y en esta praxis, el artista ha de volver a la soledad que fue su cuna”. Y a párrafo seguido expresaba su tenue confianza en que el lector actual o del porvenir sepan apreciar loa valores de una obra que arranca de la sinceridad, desde la entrega y desde la autenticidad moral y creadora: “Ante esta desoladora realidad, confío —confiamos— que haya algún lector a quien contarle nuestras penas o alegrías; individuales o colectivas. Que haya algún lector que se identifique, en fin, con la obra plasmada a base de tesón, de entusiasmo o de llanto”... A sus palabras me sumo y a su esperanza, sobre todo porque compruebo que en libros como éste y a través de su brisa o de sus páginas palpita el presente y el futuro de nuestra mejor literatura.

JOSÉ LUPIÁÑEZ
Diario MÁLAGA-COSTA DEL SOL
Suplemento PAPEL LITERARIO, Nº 114
Málaga, 6 agosto 1995


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