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MIGUEL FLORIÁN

     Con frecuencia los libros llevan aparejadas consigo innumerables anécdotas desde su nacimiento en el periodo de la escritura hasta su conformación como objetos que llegan a las manos del lector. Esto mismo ha ocurrido con la segunda entrega de Miguel Florián (Ocaña, 1953) para la que eligió el poeta un nombre de titánicas resonancias mitológicas como el de Anteo. Este nuevo título acaba de ver la luz en la colección de poesía «Juan Ramón Jiménez», que dirige desde Huelva el escritor Juan Cobos Wilkins, gracias a un accésit obtenido en la última convocatoria del premio que lleva asimismo el nombre del andaluz universal. Anteo había acogido en otra época poemas que fueron relegados por el autor en su versión definitiva y había circulado como inédito por diversas justas, quedando finalista en alguna de ellas, pero ha sido ahora, en el marco de esta colección de austeridad y sensibilidad tan juanramonianas en la que ha aparecido, en completa armonía tipográfica y de contenidos con la atmósfera sensitiva que simboliza la obra toda del maestro de Moguer, de la que no se siente muy lejos el poeta toledano.
     Ya en otro texto anterior dejábamos constancia de ese paralelismo de mundos cuando reseñábamos su primer libio, Los mares, las memorias (Madrid, 1992) y la entendíamos como variante personalísima del mítico Diario de poeta y mar. Hoy nos parece que, en lo esencial, ese clima de contemplación reflexiva y de sensorialidad juanramoniana no se quiebra aquí, sino que por el contrario se acentúa y se sigue reivindicando desde los nuevos versos. Se trata, claro está, de un paralelismo emotivo, de una sensitividad próxima, de una atmósfera espiritual equivalente, nunca de una imitación desvirtuadora, retórica o servil. Por ejemplo, se da esa proximidad en el común entendimiento del poema como fruto de la observación del mundo y del entrañamiento del paisaje. En la sala primera de esto libro nos encontramos con el creador que mira en las diversas horas del día o de la noche y es su mirada puro ejercicio esencializador. Con lenguaje muy ceñido, muy depurado, el escritor retoma un puñado de símbolos, presentes muchos de ellos en su texto precedente y así la luz, el color blanco, indican las espiritualidad, el imposible, la trascendencia, mientras que la sangre nos remite al latido de la pasión: la otra marca que recorre el interior del hombre y que se agita en él conformando el ritmo de la dicha o el aguijón de los presentimientos, de los sueños difíciles, de la conquista azarosa del conocimiento.


MAR

     En esta explicación sensible de lo real, en este acercamiento casi religioso a cuanto nos circunda hay otros símbolos en los que también se detiene su escritura: el mar, el horizonte, los pájaros, el viento, los árboles, el sol, la brisa, los insectos... que constituyen las claves de un territorio interiorizado, esencializado, que toma cuerpo gracias a una especie de impresionismo expresivo, intensificador del lirismo. Apuntes, poemas breves, esbozos, a veces miniaturas que tratan de ponernos en comunicación con el otro lado de la realidad, porque en definitiva lo misterioso habita con más intensidad en la inmediata geometría de las cosas, de los paisajes, de tos seres que nos rodean. A través de la descripción o a través del diálogo con los elementos de esa realidad, el poeta asume el mundo, se funde con él dejando entrever ese sentimiento panteísta del que ya nos dieron aviso sus primeros versos:

                Un aire limpio
                atraviesa la carne, como si una tibieza de dios
                nos embargara.



ANTEO (GUSTAVO DORÉ)

     En buena ley puede decirse que Anteo ha sido estructurado con toda intención en tres ciclos diferentes. Si en el primero de ellos el autor contempla los límites de lo real, esos elementos que pueden ser paisaje, tiempo, memoria, sueño, etc., y esa contemplación ocurre siempre en solitario, es decir, seguimos al creador que expresa la emoción, el desvelo ante el mar, el horizonte, el viento, la lluvia o el atardecer; en el segundo tramo de texto se añade un nuevo componente: el tema amoroso y la contemplación de la amada. Desde la relación con el mundo y las cosas se pasa ahora a la meditación amorosa, que recibe en los poemas la nueva figura del ser querido, partícipe también en la aventura junto con la naturaleza. A veces como contrapunto en el crepúsculo o en el amanecer, otras como motivo único para la creación o la reflexión, como universo independiente en sí mismo (“Mujer circular”, “Danae dormida”, etc.). Así surge esa nueva serie poética referida a un tú con el que se comparte la experiencia emotiva de ser. La cotidianeidad de lo familiar completa al yo lírico que se pronuncia sobre la esencia o la sustancia de una vida cumplida en el ámbito de lo conyugal; «Desde mis labios / al labio que te nombra / vienes y vas, dulce esposa de luego» (pág 40).
     El tercer apartado se enfrenta a nuevos propósitos y priman en él los textos misceláneos y una mayor diversidad. Los poemas tienden a ser más amplios, se alarga el verso al tiempo que se incorporan otros referentes culturales: Quasimodo, Spinoza, Swedenborg, lbn Hazm, etc. De esta manera el libro avanza siguiendo una suerte de amplificación que culmina con la incorporación de otros paradigmas, si bien en nada perturban la atmósfera lírica mantenida desde el comienzo de la entrega. En el poema final "La caída de Anteo” encontramos el único elemento justificativo del titulo. Hasta ese instante el lector no había dispuesto de motivos que le permitieran conectar significativamente los versos con el título que da nombre al volumen y es en esta última composición donde se ofrece esa coincidencia, si bien, de forma muy tangencial, como ocurre no sólo en este caso, sino en las muestras anteriores de sesgo más culturalista. La voz y el estilo del poeta se elevan siempre por encima de las citas o el recuerdo de


HÉRCULES Y ANTEO (POLAILLOLO)

otros autores con los que pueda darse esa proximidad afectiva que llevó al escritor a hacerlos formar parte de su propio discurso. Nunca se quiebra esa dicción decantada, escueta, sobria, precisa, de la que se hace gala a lo largo de todo el recorrido textual; nunca se traiciona la armonía general con excursus o desvíos que pudieran romper ese tono de expresiva sensualidad, de confidencia espiritual, mantenido desde el principio.
     El gigantesco Anteo, hijo de la Tierra, de la que recibía renovadas fuerzas a su contacto, el que prometió erigir un templo con los cráneos de sus adversarios para el culto de su padre Neptuno era, no obstante, vulnerable en el aire; no en vano Hércules habría de levantarlo en brazos para estrangularlo y acabar con su vida. Del mito, pues, nos llega esa tierra simbólica y nutricia de Anteo, a cuyo lema parecen acogerse los poemas de Miguel Florián, a ese canto de fuentes, a esa metáfora de musgos, de huertos o de frutos, que de la tierra surgen en cíclica mudanza. Pero también se acogen a ese sueño del aire, la otra gran metáfora, la de lo inefable, donde reina la percutida luz que aparece en sus versos, la luz que perfila los contornos de lo real y que, paradójicamente, hace más netas las incertidumbres y pone de manifiesto una vez más nuestra condición de indefensos.

JOSÉ LUPIÁÑEZ
Diario MÁLAGA-COSTA DEL SOL
Suplemento PAPEL LITERARIO, nº 64
Málaga, 5 agosto 1994


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