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ANTONIO RODRÍGUEZ JIMÉNEZ

     Tras dar a conocer uno de los títulos más importantes de su trayectoria —Los demonios de Vysehrad (1999)—, el poeta Antonio Rodríguez Jiménez (Córdoba, 1957) nos ofrece en este mismo año una nueva entrega de su obra: Cenizas sobre un fondo de pájaros de nieve (Colec. Adonais, nº 546, Rialp, Madrid, 1999) que obtuvo en la pasada convocatoria el "Premio Antonio González de Lama" del Ayuntamiento de León. Anterior en su composición a Los demonios..., estas Cenizas... abordan la recreación del tema amoroso con voluntad monográfica y, como libro ha de entenderse, a mi parecer, más cercano en su escritura y concepción a títulos anteriores, tales como los que integran el ciclo que va de Un verano de los 80 (1991) hasta El rostro mentiroso (1998). Quiero decir que, en cierto modo, corona una etapa y, acaso, la clausura, puesto que a partir de Los demonios de Vysehrad, su poética inicia nuevo rumbo y parece perseguir otros objetivos temáticos y expresivos. La semejanza más evidente entre los dos libros de este año estriba en un planteamiento más unitario del discurso poético en ambos, sobre todo en lo que atañe a contenidos. La reflexión sobre la condición humana y el deterioro de la vida, en clave narrativa, se adelanta en el primero, mientras que el discurso amoroso ocupa en exclusiva al segundo.
     Reaparecen en este último libro las conocidas recurrencias de su mundo personal: cierta tendencia al simbolismo, de la que el propio título del libro es claro ejemplo. Así se relaciona la ceniza con los recuerdos, con aquello que la vida deja, tras extinguirse el fuego de un tiempo en fuga permanente; y los pájaros de nieve se asocian, en metáfora lírica, a los amores del poeta o a las encarnaciones del amor, reales o ensoñadas, recuperadas por el mismo en ese repaso íntimo entreverado de realidad y fantasía. El amor, vivido desde la experiencia pasional y conflictiva, es el que aquí se desgrana prioritariamente. No hay plenitud, ni fe honda en la redención por lo amoroso, sino testimonio de una tormentosa batalla de los cuerpos y de las almas en un intento desesperado por alcanzar arquetipos que se volatilizan, bonanzas que no llegan, o sueños que se alejan casi siempre del ideal. Amor del que fatalmente nos despedimos, al modo de Salinas; como si se tratara de un imposible y resultara que toda tentativa acaba únicamente en el espejismo que deja su reflejo amargo, su ceniza, después de tanta como fue la ardentía. En realidad no es nueva esta concepción trágica de su poética, que ya hemos conocido en entregas precedentes. Sin embargo aquí resurge más próxima al paroxismo, a través del hilván becqueriano del color de los ojos de la amada: los de "la princesa de ojos verdes" de la dedicatoria, que adquieren mayor protagonismo; los de "color miel", de la hermosa de Arucas; los "húmedos" de Eva, de los que huye por temor a arder en el fuego secreto de sus pupilas negras (pág. 53); o los "azules" de Lucía..., quien fue lo más hermoso y a la vez la aventura más triste / que puede acontecerle a un ser humano (pág., 50).

     Retorna el escenario de la ciudad, como fondo preferente de la aventura amorosa; en ella el pasado vivido y el presente, se entrecruzan en un intento imposible de abolir temporalidades y de reunir, en la abstracción de la escritura, el resultado lírico de las pasiones. A ello responde el registro de un verso amplio, la dicción acumulativa, las enumeraciones, los paralelismos, etc. Frente al estilo ceñido y parco de Los demonios de Vysehrad, se adelanta aquí una dicción más caudalosa, en la que se fabulan las historias de los poemas con jirones de realidad vivida, con fragmentos de vida al rojo, con escenas talladas en la memoria. Es por esta vía por donde el juego de realidad y ficción cobra sus mejores bazas. Se crea así una atmósfera ambigua en la que las evocaciones se expresan desde un plano preferentemente onírico. En él se insertan las figuras del amor: sombras desvaídas, encadenadas a lejanos recuerdos; animalillos eróticos, a veces; o bellezas todopoderosas y terribles, seres mitificados por el poeta, quien no evita en ningún caso los rincones escabrosos o dramáticos de la relación sentimental. Pero nunca estas amantes —verdaderas o falsas— deparan plenitud, realización, comunicación espiritual, sino que son la causa de una última desesperanza, de una frustración emotiva, de un pesimismo que parece considerar inviable la culminación en la relación ideal de los sexos. Se impone, pues, una lectura pesimista del amor, por parte de quien ha ardido en las intensas justas que su nombre convoca.
     Algo de ajuste de cuentas con los propios sentimientos rezuma este libro, sincero y descarnado cuando enlaza su discurso al de otro tiempo, haciendo más global su interrogante o más implacables sus conclusiones: Despierto de mi sueño y vuelvo a ser aquel bañista empobrecido, / cansado de nadar contracorriente.// Quiero asirte, apresarte, besarte y te esfumas/ como un ser invisible.// Tu figura me excita, me destruye. // Tu recuerdo me lleva a la muerte.(pág. 43). Es la decepción la que impera, aliada con esas premoniciones o con aquellos ecos del pasado, convertidos en visiones distorsionadas de lo real. Amor y muerte, se

hermanan en este canto trágico, que repasa registros diversos: ironía, ternura, pasión desbocada, lirismo, sarcasmo... Al igual que conviven la cotidianeidad anecdótica de la aventura, con esa otra propensión a lo mítico. Una pastelería sirve de escenario al amor, del mismo modo que se acoge éste al espacio de la parábola de un cuento infantil, o se resuelve en el decorado adverso de la "miserable ciudad" de Londres.
     Un miedo último a la entrega total, al darse sin reservas (Eva era tan joven que sólo la idea de amarla me producía/ un malestar angustioso... Págs. 52, 53); una concepción fatalista del amor, que entiende a éste como fuerza devastadora; y una sensación de deseo no cumplido del todo, a pesar de las cumbres de esplendor de lejanas o próximas aventuras; un balance, insisto, teñido de desencanto, caracterizan el discurso de este último título del poeta cordobés. El yo protagonista hace recuento desde su torre. Han pasado los años y el amor ha dejado las huellas en el corazón del poeta, que reconstruye los momentos de intensidad desde su atalaya de paisajes mutilados. Con este libro, en fin, se cierra el ciclo poético de una década, iniciado con Un verano de los 80, en 199l, puesto que Los demonios de Vysehrad —como apuntaba antes— ya suponen el anuncio de un giro renovador en su poética. Por el momento son estos pájaros de nieve los que sobrevuelan las cenizas de un tiempo ido; de un tiempo en el que el amor estalló en pedazos y se fragmentó en amores distintos, irreales, destructivos, absolutos, imprevisibles, imprescindibles...
 

JOSÉ LUPIÁÑEZ
Diario CÓRDOBA
Suplemento CUADERNOS DEL SUR
Córdoba, 18 noviembre 1999



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