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RUBÉN DARÍO

       Un capítulo importantísimo en la etapa inicial del poeta Rubén Darío lo constituye el período vivido Chile, país que por entonces gozaba de una relativa prosperidad en el ámbito de las naciones de la América hispana y de una cierta estabilidad política. En efecto, aquel tramo de su vida que va desde el 24 de junio de 1886 al 9 de febrero de 1889 marcó un momento de gran fecundidad en el que se inscriben los primeros logros de lo que ha sido un magisterio sin interrupción hasta el presente. La publicación hace varios meses de una serie de textos de aquella etapa bajo el título de Teatros, en edición de Ricardo Llopesa, nos permite evocar aquellos años de experiencia chilena, en gran parte recogida en el diario La Época de Santiago y también en El Heraldo de Valparaíso y La Nación de Buenos Aires.
       En este caso Ricardo Llopesa publica diez artículos aparecidos en La Época entre el 10 de octubre y el 9 de noviembre de 1886, es decir, antes de la edición de su segundo libro, Abrojos, que vería la luz al año siguiente y también, como es lógico, de Azul… (1888), el título con el que Rubén alcanzaría notoriedad en el mundo de habla española. Esos diez artículos habían pasado desapercibidos puesto que el poeta los firmó, con el pseudónimo de Ramadés. Fue el crítico


TEATROS

chileno Julio Saavedra Molina quien los rescató al detectar tres de ellos en el libro póstumo de Rubén Darío Páginas de arte (1924), que habían sido recogidos, pero ya con su firma del diario de Nicaragua El País, en donde fueron reeditados con autorización del poeta en 1888. Este hecho hizo que Saavedra recuperase los restantes trabajos.
       Comenta Llopesa estos pormenores en su introducción y las muchas vicisitudes que han sufrido los artículos hasta que vieron nuevamente la luz en Santiago —donde fueron escritos— en edición restringida al cuidado de María Consuelo Saavedra, hija del crítico y estudioso de Darío que fue el primero en detectar la paternidad de los mismos. La nueva edición de Llopesa, según confiesa en el Prólogo «sigue con fidelidad el texto de Julio Saavedra Molina, reconociendo el rigor de este crítico, con la salvedad de algunas mínimas correcciones» (Pág., 24), y nos permite el acceso a este valioso conjunto de páginas que, si en un principio fueron escritas para cubrir la noticia en la prensa sobre la gira de Sarah Bernhardt por diferentes teatros de Chile, hoy testimonian aspectos que desbordan el propósito inicial y clarifican otros que ayudan a comprender mejor lo que fue aquella etapa previa a la publicación de Azul…
       En efecto, la tesis central que defiende Ricardo Llopesa en su trabajo introductorio es la reivindicación de la influencia del escritor franco-argentino Paul Groussac y la de su compatriota Santiago Estrada en el surgimiento de la


PAUL GROUSSAC

prosa modernista, matizando a su vez, por un lado la teoría cubana que antepone la figura de José Martí y, por otra, la de autores como Mapes, que defienden la exclusividad del influjo francés en el Darío de los primeros tiempos. Argumenta esta tesis Llopesa con muestras ejemplares de la prosa de Groussac y recurriendo a las propias confesiones de Rubén, quien reconoció en diversos momentos a estos dos escritores como sus «maestros de prosa», especialmente Groussac, que fue para él su «verdadero conductor espiritual». Por consiguiente, según Llopesa, el descubrimiento de estas crónicas hasta hace poco desconocidas, «supone uno de los hallazgos más importantes para el estudio de la prosa, tanto de Darío como del modernismo. Teatros es el eslabón —hasta hace poco tiempo perdido— que une la modernidad con el modernismo. Es decir, la prosa argentina de Santiago Estrada y Paul Groussac, quienes representaban en el último cuarto del siglo XIX la modernidad y el espíritu nuevo de la prosa por una parte y, por otra, el modernismo, que estaba por nacer en los cuentos de Azul...» (Pág. 24).
       Tras la lectura de Teatros, no sólo se percibe el razonable fundamento de esta teoría, que en nuestra opinión matiza las otras lecturas radicales citadas, sino que además nos queda la sensación de haber asistido a una muestra vivísima de la precocidad del genio del poeta y a su temprano dominio de la prosa, que acabaría imponiendo como modelo a sus muchos seguidores. Y no sólo esto: se tiene la impresión de haber contemplado la inquieta curiosidad intelectual del nicaragüense en acción, en sus primeros acercamientos a los mundos, los mitos, los paraísos, los ídolos que marcarán posteriormente su literatura.
       Fue a su vuelta a Nicaragua, tras una breve estancia en El Salvador, cuando decidió Darío, aconsejado por Juan José Cañadas y otros amigos, buscar mejor fortuna para su obra y para su vida en Chile, país que se le figuraba podía ofrecerle un mayor horizonte y brindarle otra prosperidad. Prácticamente con sus Epístolas y poemas. Primeras Notas (editado en la Tipografía Nacional de Managua en el otoño de 1885) por todo equipaje y con el recuerdo de los temblores del Momotombo partió desde el puerto de Corinto. Desde las costas de su patria lo despedía una nube negra de humo y cenizas.


EL MOMOTOMBO

       Aquel barco alemán en el que viajaba el poeta como único pasajero llevaba el rumbo de Valparaíso, en donde se estableció al principio por poco tiempo para marchar después hacia la capital, Santiago. En Santiago era más factible que se cumplieran sus metas, tal vez en aquella capital de la República que nos dibujan sus propias palabras y que nos dan la imagen del tipo de ciudad ensimismada y aristocrática que le acogió en ese tiempo: «Santiago, en la América latina es la ciudad soberbia. Si Lima es la gracia, Santiago es la fuerza. El pueblo chileno es orgulloso y Santiago, ciudad aristocrática. Quiere parecer vestida de democracia, pero en su guardarropa conserva su traje heráldico y pomposo. Baila la cueca, pero también la pavana y el minué. Tiene condes y marqueses desde el tiempo de la colonia, que aparentan ver con poco aprecio sus pergaminos… Su lujo es cegador. Toda dama santiaguina tiene algo de princesa. Santiago juega a la bolsa, come y bebe bien, monta a la alta escuela y a veces hace versos en sus horas perdidas…» (2).


SANTIAGO DE CHILE

       Fueron tiempos difíciles para el joven Darío, que cumplió en aquella tierra sus veinte años. Aún no se tenía allí noticia de su persona y, por otra parte, su retraimiento de carácter, así como su imagen descuidada contribuyeron a que fuera recibido con desinterés e indiferencia por algunos... En medio de aquel ambiente de estrecheces econó-micas y de inestabilidad espiritual es de suponer el impacto que causaría en el poeta la figura de Sarah Bernhardt a su paso por Chile. La oportunidad de contem-plar a la gran diva tan de cerca y a través de ella de recrear las renombradas piezas de su repertorio francés, contribuyó, sin duda, a reavivar sus aficiones a la última literatura de Francia, hacia la que ya había demostrado una inclinación pasional desde su adolescencia.
       Al leer estas crónicas de Teatros, que comentan las distintas actuaciones de la Bernhardt y de su compañía, nos imaginamos con facilidad al joven escritor en su butaca, absorto ante aquel complemento visual, asistiendo a esa praxis


SARAH BERNHARDT (NADAR)

viva de su visión libresca de lo francés. Un aprendizaje estético a través de la mujer múltiple y cambiante que era Sarah, cuando encarnaba los diferentes genios de sus heroínas. Cuánto se equivocaba Jules Lemaître en Le journal des Débats, al lamentar el viaje de la actriz para mostrarse «ante hombres de poco arte y poca literatura, que os comprenderán mal, que os mirarán con los mismos ojos que a un ternero de cinco patas» (Pág. 30), como recuerda Saavedra.
       Si el recibimiento en la estación Alameda de Santiago, en donde la aguardaban unas dos mil personas con banda de música y protocolo fue apoteósico, no menos encendidos fueron los encomios con que la saludó la prensa del país. Entre esos periodistas notables que se hicieron eco de las sucesivas representaciones estaba Rubén Darío, escondido tras el pseudónimo de Ramadés, para desdecir los prejuicios de un Lemaître y sus oscuros vaticinios. Porque en Darío tuvo la reina de la escena un contemplador de privilegio y un admirador lleno de ingenio, que supo apreciar los infinitos matices de su arte. Ciertamente en las crónicas que se ocupan de sus primeros estrenos el deslumbramiento de Darío es creciente: desde las palabras que dedica a la puesta en escena de Fédora de Sardou o La dama de las camelias hasta la representación de La esfinge, pasando por Frou-frou o Fedra. En la primera de ellas, titulada «El estreno de Sarah Bernhardt» derrama el poeta ardientes elogios y le dispensa toda una serie de alabanzas que van desde lo épico a lo hiperbólico: «Sarah se difunde en irradiaciones de su portentoso ingenio. Ella es todo; el drama es ella, en cuerpo y alma, y su hermosa figura se destaca en el escenario, aun en medio de las convulsiones del envenenamiento, como una aparición mágica, destinada a darnos la medida del genio que tiene por santuario el alma de una mujer sensible y seductora» (Pág. 31).


APRENDIZAJE DEL IDEAL

       En ese mismo artículo habla Rubén de verla, admirarla y más aún de estudiarla. Y, en efecto, esa impresión parece desprenderse de sus palabras, que se recrean en los pormenores, que se detienen en los detalles que la estudian, en suma, desvelando a la par el ensimismamiento clásico del artista con su modelo, esa antigua idolatría... Todo un aprendizaje del ideal que le brindaba la actriz y el placer del encuentro del creador con la musa real, con la musa de carne y hueso, la que únicamente puede transportamos hacia el absoluto. Porque se aprecia con claridad esa turbación del poeta, ese aprendizaje que tiene lugar gracias a la sabiduría de un cuerpo hermoso y de un alma imparable en su poder de sugestión: «Hay que ver esos ojos brillantes y expresivos, cariñosos, apaci-bles, relampagueantes, irritados; hay que ver esos brazos que se retuercen en el dolor más amargo, esos músculos que se estiran, ese talle que se descoyunta, ese rostro que habla silencioso, y el seno que se hincha con la respiración sofocada, y esos ademanes que son el summun de la mímica teatral; todo lo que hace de la Bernhardt la reina de la escena, donde impera, a pesar de sus caprichos, de sus extravagancias, de su temperamento excepcional» (Pág. 35).


LA REINA DE LA ESCENA

       En los primeros artículos es la poderosa presencia de la actriz la que lo seduce, y sus crónicas giran como imantadas por el arquetipo humano de Sarah Bernhardt. Parecen olvidar sus párrafos el comentario de la obra que se representa para anteponer la celebración de la grandeza de su sola presencia en el escenario: «Cuando Sarah aparece en la escena, nos imaginamos algo sobrenatural» (Pág., 40), llega a decir el joven escritor. Llama la atención a este respecto la insistencia de Darío en la sensación de verdad que transmite la actriz, en el ceñimiento al realismo y al verismo de gestos y de interpretación, que no obstante hace que el espectador deje de recordar la ficción y se rinda completamente a las evoluciones y maneras de la diva. No en balde la nombra, entre otros muchos títulos desmesurados «Soberana absoluta del arte en su más alta significación: la vida real» (Pág., 37).


LA MUSA REAL

       Su obsesión llega hasta tal extremo que ni los decorados se le antojan apropiados a la dignidad de la actriz, y no digamos la actuación del resto de la compañía. Los actores secundarios reciben con frecuencia su falta de aprecio. Sarah siempre deslumbra, siempre eclipsa a los demás y el trabajo de estos queda para Darío reducido a un oscuro segundo plano, las más de las veces.
       A partir de la representación de Fedra va cediendo esa fijación con la actriz y en sus escritos se recrea más o en el personaje que encarna, o en la época que se evoca: la batalla de Hernani, la tradición clásica heredada de Grecia, Bizancio, etc. Y es que, ciertamente, estas crónicas son el preámbulo de todo un universo que está próximo a constituirse en Azul... Aquí el estilo de su prosa no sólo hace gala de la vocación épica y de la tendencia a lo


AZUL…

hiperbólico y a la celebración positiva, sino que se suelta en la rememoración apasionada de las diferentes atmósferas de cultura que luego compondrán sus obras futuras: el mundo dieciochesco, las escenas románticas, la Grecia bucólica, París… Todas las representaciones fueron en francés, como franceses los autores del repertorio escenificado: Sardou, Dumas, Legouvé, Scribe, Meilhac, Halévy, Racine, Ohnet, Hugo, Feuillet; por lo que no es difícil valorar el influjo que debieron ejercer en el temperamento del joven escritor tan predispuesto a esos modelos. Palabras, expresiones, personajes de estos artículos reaparecen en los cuentos de Azul…, como se indica convenientemente en las notas. Y no sólo eso, sino también lo que aquí son anticipos: la sensorialidad, el universalismo cosmopolita, la fascinación por el gran mundo, el culto a Hugo, la debilidad hacia las heroínas


RICARDO LLOPESA

románticas y hasta la misma teatralidad como concepto válido y barroco con la que revitalizar la prosa.
       Interesantísimo conjunto éste que Llopesa nos ofrece con su edición de Teatros, que tanto ilumina la etapa inicial de Rubén Darío al ofrecernos las pruebas de la evolución de su estilo en ese tramo previo a la gestación de su primera obra mayor. Estamos persuadidos de la trascendencia que para el poeta hubo de tener el conocimiento del arte de Sarah Bernhardt y cómo, sin duda, la actriz fue un alivio en medio de la pobreza y las adversidades que rodeaban al nicaragüense. Para su afán creador la Bernhardt encarnaba a la musa real, la que parecía poder acercarle el infinito hasta la punta de los dedos… A través de estas páginas se presiente al artista desbordándose en la composición exaltada de su homenaje, y se percibe además que la simple escritura de los mismos debió servirle de lenitivo espiritual para sobrellevar las penalidades materiales que, no sólo en esta etapa chilena, sino a lo largo de toda su vida, tan duro contraste marcaron con la universalidad de sus sueños.

JOSÉ LUPIÁÑEZ
Revista EL MONO-GRÁFICO, nº 7-8
Valencia, 1991

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1.- Rubén Darío, Teatros. Prosas desconocidas sobre Sarah Bernhardt (edición de Ricardo Llopesa), Altea, Aitana, 1993.
2.- Cit. Por B. de Pantoja, La vida y el verbo de Rubén Darío, Madrid, Combi, 1967




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