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     El presente de la estampa en Granada tiene, sin lugar a dudas, un referente de privilegio en la labor que viene realizando desde hace algo más de una década el Taller Experimental de Grabado El Realejo. En efecto, tras las experiencias que se llevaron a cabo en el Taller de la Fundación Rodríguez Acosta en los años setenta, bajo la dirección de José García de Lomas, y otras iniciativas de los grupos Aldar o Acción 25 a principios de los ochenta, un nutrido conjunto de creadores, en su mayoría participantes en aquellas empresas artísticas, llegaron al acuerdo de poner en marcha un taller, para el que recibieron cierta ayuda de la Junta de Andalucía, que invirtieron en las infraestructuras necesarias. Fue así cómo en el verano de 1985 se hacía realidad este proyecto que tenía como objetivo llevar a cabo un trabajo de búsqueda y de investigación técnica, sin limitaciones a la incorporación de nuevos procedimientos y lenguajes. El núcleo fundador, integrado por los artistas: Eduardo Fresneda, Rosario García Morales, Dolores Montijano, Juan Orozco, Jesús Vela, Carmen Sicres, Jesús Conde, Teiko Mori, Gilton Bastos, Manuel Pertíñez, José Antonio Hernández y Manini Ximénez de Cisneros, recibió sucesivas incorporaciones y así fueron integrándose en él otros creadores tales como Juan Manuel Brazam, Manuel del Moral o Cayetano Aníbal. Más tarde lo harían: Ana Beveraggi, María José de Córdoba, Luis Orihuela, Jesús Pertíñez y Juan Carlos Lasuén. Hacia finales de los ochenta se suman: Julián Amores, Francisco Izquierdo y Carlos Villalobos y, ya en los noventa, lo hacen por su parte José García Lomas, Tremedad Gnecco y José Manuel Peña.

     A lo largo de todos estos años, al margen de las fluctuaciones de nómina, muchos han sido los trabajos y exposiciones del colectivo y su participación en la vida cultural granadina queda reflejada en la edición de numerosas carpetas y suscripciones de taller, tales como los proyectos de Cayetano Aníbal: Loxa (1986), con textos del poeta Juan de Loxa o Cinco versiones gráficas de Salobreña (1989), con escritos de José G. Ladrón de Guevara y del dramaturgo José Martín Recuerda, además de otras ediciones como Viento del Sur (1990), en homenaje a Federico García Lorca, con poemas de Javier Egea, Luis García Montero, Antonio Jiménez Millán, Luis Muñoz y Álvaro Salvador y un preliminar de Antonio Sánchez Trigueros; El Olvido y la Memoria (1990), con escritos de Muñoz Molina, Tomás Calvo y Virginia Ruiz; El curso de los meses (1995), con prosas poéticas de Francisco Izquierdo; Las Rutas de Al-Andalus (1995), relacionada con el programa del Legado Andalusí y precedida de una presentación a cargo del poeta Rafael Guillén...
     Por lo que se refiere a las exposiciones del grupo, puede decirse que no han cesado a lo largo de todos estos años. Desde la muestra colectiva Homenaje a Julio Espadafor (1986) hasta el presente se han dado a conocer los trabajos del Taller en numerosas ocasiones, tanto en Granada, en diversas salas e instituciones, como en otras ciudades españolas (Alicante, Valladolid, Palencia, Soria, Ávila, Marbella, Madrid, Ceuta, etc.) y extranjeras: Santo Domingo, San Juan de Puerto Rico, Kobe, etc. Aventura abierta a la creación y ejemplo de labor en la que se juntan sensibilidades muy distintas, el grupo lo forman, en la actualidad, los artistas: Julián Amores, Cayetano Aníbal, María José de Córdoba, Eduardo Fresneda, Rosario García Morales, Tremedad Gnecco, Francisco Izquierdo, Dolores Montijano, Teiko Mori, Luis Orihuela, José Manuel Peña y Carlos Villalobos, doce autores a través de los cuales puede constatarse la versatilidad y la fuerza de la estampa actual en Granada, una ciudad con un pasado calcográfico de primer orden, desde finales del siglo XV. Uno de los atractivos que ofrece este colectivo de artistas se cifra en la variedad de estilos, técnicas y procedimientos utilizados a la hora de conformar las planchas. Este hecho da idea de la diversidad de atmósferas, mundos o preocupaciones temáticas que nutren las láminas. Así, por ejemplo, Julián Amores (Cáceres, 1953) es un creador que entiende la aventura estética como conjunción, como suma de estímulos, no en balde ha dedicado mucho esfuerzo a otras actividades tales como el teatro, la música o el cine. Yo creo que, de alguna forma, esas otras ocupaciones han impregnado su arte y han enriquecido los escenarios y la iconografía de sus cuadros, dibujos o grabados. Se nota en su obra una inquietud permanente por la renovación, por la reinvención de su propio discurso, hasta el punto de ofrecer al contemplador de su propuesta un rico y variado muestrario de maneras distintas de sentir y transmitir el hecho plástico. Ese gusto por la diversidad, esa curiosidad intelectual y sensitiva reitera, no obstante, algunas claves que definen su estilo o mundo personal. Así, es frecuente que sea la dimensión onírica la que se instale de modo más evidente en sus composiciones, especialmente en sus dibujos.

     En los grabados de Julián Amores la figura humana cobra un valor esencial, tanto como las superficies matéricas y los planos interiores, que apoyan esa presencia. Desnudos portadores de flores o de máscaras, inscritos en pasillos o escenarios teatrales, conforman ahora otra atmósfera en la que ha desaparecido -aunque no del todo- la dimensión visionaria, para dejar paso a otras propuestas más próximas a lo simbólico y tal vez de contenidos algo más narrativos. Los diferentes planos ofrecen tratamientos o tinturas distintas: vigorosas gamas de color, trazos firmes, gestualidad expresiva, remarcado de las figuras, presencia de la apoyatura geométrica son, entre otros, los elementos de su discurso en este género... El amante con máscara de pez; el Capricornio de rostro barbado y cola de sirena que flota sobre el imperio de las aguas, en la página del calendario de Enero; la pareja de actores; o la estrella de ocho puntas que marca el recuerdo de la Ruta de Al-Mutamid-Washinton Irving, pueden servir de muestra de cuanto vengo afirmando. En estas y en otras láminas suyas se dejan sentir también premisas tales como: la sensorialidad muy cercana a los valores de la cultura mediterránea y la concepción, quizá, de la vida como drama irresoluble. Por lo demás sus grabados reivindican la supremacía de lo imaginativo y frecuentan el lado insólito y sorpresivo de la existencia. Gustan de la paradoja, del contraste, y persiguen la emoción poética sin conformarse con la transcripción reglada de lo cotidiano, antes bien, componen una nueva mitología en la que el ser humano se metamorfosea y la propia realidad se transforma en bosque o laberinto, desde donde triunfa la libertad de disentir.

     Por su parte Cayetano Aníbal también defiende un discurso eminentemente figurativo, por más que en ocasiones incardine la abstracción como complemento o como motivo de contraste, o incluso la asuma de forma monográfica. Pero ese entendimiento de la figuración se ha enriquecido con el paso del tiempo. Desde aquellos primeros grabados o dibujos de los setenta, que mostraban a personajes de rostros enjutos, suplicantes o atormentados, prisioneros de fondos con redes geométricas, a esta otra galería de ninfas y de damas sedentes o de escenas de parejas en conflicto media todo un proceso, en el que la madurez creatriva ha ido conformando un nuevo código expresivo, un nuevo cromatismo y una atención por rebuscar en los aspectos más íntimos y problemáticos del hombre de hoy, que interpreta el artista como un ser alienado, expatriado del paraíso, condenado a la frustración y a la amargura. El pesimismo lacerante de sus planchas, la angustia que transmiten sus personajes, el clima de derrumbe espiritual y defalta de esperanza que flota en las atmósferas, se ve siempre sustentado por una dicción pulquérrima, no por visceral o expresionista, a veces, menos analítica y rigurosa.
     Últimamente he notado en sus aguafuertes cómo esas situaciones traumáticas o desazonadoras que transmiten sus ambientes, alternan ahora con mujeres solas, damas de la historia o del presente, heroínas trágicas como la Mariana que sostiene el abanico y que observa con rictus contrito, más que el paisaje granadino envolvente y geométrico, su propio interior, oscuro de presagios... Sin embargo, en otros momentos, el creador compone sus planchas para la exaltación y esas donas desnudas -siempre alguna desnudez, aunque sea un seno- de cabelleras voladoras, que se observan en el espejo o que entibian sus pies en el agua del río de Septiembre, parecen tristes de otra manera y no están solas del todo, porque algún rostro en el fondo, o alguna sombra insinuada las sigue irremisiblemente contemplando, aunque la fiesta posible no tenga lugar más que en la voluptuosidad de los cuerpos, que no se tocan, o en los ojos que no se miran.
     Sigue en sus composiciones ganando terreno el contraste entre las tramas geometrizantes de casas, perfiles de torres, estructuras de balconadas, etc. con las figuras de contornos marcados y sensuales, como persiste una cierta concepción dinámica y pasional que lucha contra el estatismo escultural en un intento de redefinición de las escenas resultantes. Ésa es, a mi juicio, la emoción principal que deparan sus grabados: pasionalidad, implicación afectiva, catarsis, rebeldía sensitiva y todo ello a pesar del naufragio de los sueños o de la condena presentida en la hora de la desolación y de la duda. También inquieta el vértigo de lo misterioso encarnado en los hombres o mujeres que simbolizan la situación límite y que narran el drama, no sólo de los cuerpos, sino también de las almas a la deriva, en estos tiempos de incredulidad y de abandono de los valores comunitarios, en esta época triste en la que se adoran los falsos destellos del becerro de oro.

     Los planteamientos creativos de María José de Córdoba (Alcalá la Real, Jaén, 1961) propenden hacia la abstracción, el informalismo y la búsqueda de planos riquísimos de calidades y de texturas, en permanente contras-te. Trazos, incisiones, pliegues, sombras, veladuras, superposicio-nes, conforman el paraje sin nombre de su inquietante oferta. Son paisajes del desvelo íntimo y transcriben, mediante las tramas encendidas de su visión, un mensaje ignoto que llega de recónditos enclaves de la memoria. Por eso en sus estampas cobran un valor singular las huellas evocadoras del enigma vivido.      Me han interesado mucho las muestras gráficas que he podido ver de María José de Córdoba, con figuras humanas insinuadas o apuntaladas en medio de un universo de formas y de planos abstractos. Así, por ejemplo, sus Boxeadores, que me hizo pensar en el referente de la lucha como posible lema definidor de su obra. O esa cabeza inquietante, suscripción del Taller, en la que aparece un rostro en primerísimo primer plano. Es de cerca un mar lujuriante y riquísimo de matices, una abstracción perfecta, si se quiere, pero al mismo tiempo es una cabeza turbadora. Hay cierta proximidad con una estética del sport; podría ser un nadador o un ciclista o un corredor de fondo, pero lo que se enfrenta a nosotros es una faz, una faz tremenda, de una fuerza casi maléfica. Para mí se trata de un rostro que llora, que sufre, impelido por el dolor. Pero a veces tiene visos de aparición, de ser de otra galaxia que ha venido a asomarse a nuestras torvas vidas para dejarnos su semilla sombría. Tal vez es el ahogado que flota en lalinfa con la mueca previa a la muerte o quizás el guerrero herido en las lides remotas. Está muerto y sigue mirándonos o vive apenas y trata de despedirse antes de su partida. Sus labios no pronuncian palabras. Es como un ser fosilizado en una inmensa gota de ámbar o un nuevo habitante de ese mundo inventado por María José de Córdoba, ese mundo de criaturas que sólo el sueño de la razón puede engendrar.

     Eduardo Fresneda (Granada, 1949) se decanta con claridad hacia el informalismo. Prefiere la geometría de la que se vale para fundar paisajes conectados con ciertos referentes cósmicos y espirituales, por su elección del color y por su disposición armónica y musical de los planos. Su cromatismo es suave, y sus gamas apasteladas tienden a la superposición con la que consigue efectos de poderosa belleza y de incontestable calidad técnica. Es el suyo un mundo emparentado con la dimensión mistérica y casi metafísica. Desnudez, equilibrio, contención silencio o música de las esferas, armonía, pureza, pulcritud, quintaesencia, éxtasis... He aquí algunas de las impresiones que me transmiten sus estampas.
     En la carpeta El curso de los meses, Fresneda se ocupa de Octubre y cuaja en ella un grabado con el que vuelve a dar ejemplo de esa concepción virtual del espacio. Franjas sucesivas de colores suaves, superpuestos, conforman una sinfonía de landas que producen el efecto de cierto cinetismo. La Ruta de Ibn Batutta es la que ilustra su grabado en la otra serie de Las Rutas de Al-Andalus. Dos planchas consiguen el machiembrado. Una es fondo, campo, mar, paisaje de cintas. La otra propicia la puerta al campo, la entrada en arco árabe, para dejar franca la realidad paralela e insólita, oculta en la dimensión primera y dominante. Y en ambas sus planetas o piedras lunares o huevos cósmicos y prehistóricos.
     En muchas de las estampas que he visto de Fresneda sigo percibiendo ese temblor del artista que funda territorios inéditos, que traza paraísos comunicantes. Porque en sus muestras dialogan no sólo las materias diversas, los colores soñados, las técnicas dispares, sino también las tramas o motivos de los fondos. En sus láminas se dan cita y confluyen energías variadas, que al unísono entonan su armonía final, destinada a conmover las sensibilidades o a sorprender a las inteligencias. Planetas y naves, los de Fresneda, que han mirado tantos ojos absortos y que han dejado su estela inconfundible entre nosotros. Tal vez su obra no sea otra cosa que una apasionante y enigmática cartografía para transitar el futuro...

     Conozco distintas muestras de la labor calcográfica de Rosario García Morales (Santa Brígida, Gran Canaria, 1946) y cada una me resulta propuesta de un nuevo itinerario. Recuerdo algunos aguafuertes de sesgo marcadamente expresionista, otros algo naïf, como esa nube portentosa que alegoriza Febrero en la carpeta de El curso de los meses. En otros casos el grabado se vuelve más narrativo, como en su ilustración de la Ruta de los Almorávides, en el que la Peña de los Enamorados divide las dos Andalucías simbólicas...
     No puedo olvidar que Rosario García Morales tiene una experiencia como grafista e ilustradora de ediciones. Este hecho hace que utilice su habilidad para acercarse con precisión a los temas que sirven de emblema a los trabajos colectivos. Eso ocurre con la lámina anterior, que es tan distinta, en factura y proyecto compositivo, a otras muestras y suscripciones de Taller. En las últimas he observado el mismo gusto por esos contenidos más literarios; también compruebo en ellas nuevas actitudes y nuevos planteamientos estilísticos en su dicción: seriaciones, dupli-caciones, geminaciones que implican obligatoriamente la historia. Recuerdo a este respecto una de ellas en las que flotaba una suerte de imagen evocadora en dos tiempos: ¿la niña, la mujer, la muñeca? sobre una mecedora y tras los visillos y, en la plancha paralela que completa la composición, la misma mecedora, pero esta vez vacía. Algo así como un intento de explicar plásticamente la emoción de la ausencia o del recuerdo; el antes y el después, el paso del tiempo medido a través del termómetro de la nostalgia. Quizás sea éste el componente espiritual que más define para mí su mundo insólito y plural, la nostalgia, que en muchas de sus obras cobra alturas inusitadas y perfiles de admirable y certera fuerza plástica.

     Tremedad Gnecco (Baza, 1953) es una autora "colmada de natura-leza", como diría Juan Ramón Jiménez. Su expresión es, sin embargo, barroca, intensa, lujuriante. Sus láminas no nos dejan nunca indiferentes y a pesar de su juventud y de su corta andadura artística que se limita, tras el periodo de estudio, a una década de trabajo, se adivina en ella un futuro lleno de promesas a juzgar por lo que lleva recorrido hasta ahora. Combina Tremedad el temblor abstracto e informalista con algún que otro referente figurativo que contrapuntea sus composiciones. A veces elige escenas o paisajes netamente figurativos, pero su tratamiento es suelto y su sueño desborda la figuración, gracias a un lenguaje de gestualidad manifiesta y de elaboración apasionada y barroca de las planchas. Otro valor específico de su estética personal lo constituye el tratamiento del color, a través del cual busca y rebusca matices de intensa sensorialidad, con los que araña y sorprende al contemplador. Recuerdo, a este respecto, la estampa de los jugadores de cartas en la muestra El arte de grabar en Granada (1993), plena de luces y de ritmos; escena de interior con figuras diversas, encendidas de destellos vertiginosos y de calidades dinámicas, esmaltadas de lírico azogue. O aquella otra lámina que ilustra el mes de Diciembre, y que yo titulo para mí El gran azul, porque es una pieza abstracta de un poderío cromático inusitado. Es un delirio del azul, es una presencia fantasmal a un tiempo maternidad y cumbre, o naturaleza desatada que quiere personificarse con un rayo en los brazos. Es un azul loco y próximo, convincente y fiero, solemne y épico: el gran azul del frío con los labios celestes, el gran azul del miedo, el azul grande que no puede dejar de amarse, porque nos hipnotiza y nos suelta, indefensos, ante su inmensidad: la gran ameba acuática, como la pupila delirante de un dios ebrio de azul; el azul de los siglos, el azul de diciembre.
     Entre las suscripciones de taller he visto otras muestras de su labor: abstracciones de trazos vigorosos con alguna figura como referente. Naturalezas del sentido. Como una escena de paisaje con árboles para ahorcados, árboles en hilera perdiéndose hacia el fondo, entre los que asoma la figura humana que porta una gavilla de incertidumbres. Ese es el mundo que me enseñan las calcografías de Tremedad Gnecco, ese ruralismo tormentoso, ese ruralismo matérico en el que la naturaleza se expresa con voz sobrecogedora. Esa abstracta e indomeñada alabanza de aldea, en la que caben todas las convulsiones del espíritu y todas las aventuras del estilo. El origen de su mensaje plástico es, así lo creo, la naturaleza viva y feraz.

     Pienso que Francisco Izquierdo (Granada, 1927) se ha dedicado últimamente más al grabado gracias al calor fervoroso de los amigos del Taller, y tras haber recogido los logros de las etapas pictóricas precedentes, en las que fue muchas veces pionero y se anticipó a otros grupos de vanguardia. No hay artista que se divierta más con su arte que Francisco Izquierdo. Esa es su gran lección: mostrarnos el mundo con la sonrisa de la sabiduría, con el encanto de la mirada irónica del calígrafo espiritual de emociones que sabe no pecar de sentimentalismo. Pa-ra el deleite todo el abanico de posibles, todos los anacronismos, todos los temas: las tauromaquias, las escenas eroticonas, las niñas neumáticas, los paisajes a lo divino, envueltos en los tonos más orquestados y sonoros que puedan concebirse... Abril es Francisco Izquierdo en El curso de los meses. O lo que es lo mismo: espejo de juventud y de renovación que no cesa. En Las Rutas, su grabado de El corazón mande, con los ritmos de la escritura ¿aljamiada? La nueva geometría que sabe del cruce de culturas y del mestizaje, con el clamor de los nortes de África, que permanecen en la memoria del viajero. No me olvido de aquel Pájaro cerámico que aún seguirá en su éxtasis, entre nipón y granadí, sobre el craquelado del fondo. Allí habrá de seguir su trino azul y sepia, con esa gracia de la voz de los pájaros, que es trino de pistilos. No se me olvida nunca su donosura, su alegoría de ser para la libertad...
     Porque Francisco Izquierdo sabe ser lírico y épico, clásico y romántico, como también ariete de los mayores atrevimientos y de los más insólitos equilibrios. Claro que de sus dibujos y de sus estampas nos llega aveces la tristura, que está como detrás de tanta lúdica algarabía; yo lo sé, porque toca mi alma y me contagia. Sé que hay a veces como una vaharada de desaliento que él quiere desviar con su jolgorio: pero es entonces cuando surge el artista mayor, el de la música extremada, el de la aventura del intelecto profundamente impregnada de corazón. Por eso su fiesta, en ocasiones, cobra tintes nostálgicos que alcanzan al que mira y sigue su galería inusitada de rostros y de cuerpos en medio de paisajes ficticios o reales. Otras, en sus subrayados críticos y jocundos y gulliverianos, hace del cuerpo paisaje, y agiganta a las donas y las convierte en montañas enormes. Ante la gruta de sus sexos dialogan hombrecillos y personajes y pájaros que llegan de otra dimensión, como si diera cita en la misma estampa a los habitantes de Liliput y de Brobdingnag, que así se lo dicta la fantasía y su especial manera de entender el perspectivismo. ¿No es éste un modo de meditar, con alegorías plásticas, sobre las grandezas y las indignidades del ser humano?

     Los hallazgos y logros de la fructífera producción pictórica de Dolores Montijano (Alcalá la Real, Jaén, 1934) hay que ponerlos en relación con sus experiencias en el apartado de la calcografía. Yo creo que se complementan las distintas vertientes de su expresión estética y que se interrelacionan de forma saludable, de manera que muchas de las conquistas en el terreno de la pintura, son reasumidas en el de la estampa y también a la inversa. Últimamente su entrega al trabajo de la estampa ha sido de lo más fecunda. Se nota en esta artista una capacidad de inventiva y una imaginación que desconciertan al más exigente. Sin especiales referentes es capaz de levantar planchas en las que el alarde técnico, el acabado preciso y la riqueza de su cromatismo quimérico y turbador son todo un modelo para quienes deseen alguna vez convenir qué debe entenderse por un grabado moderno.
     He seguido sus producciones en este apartado y he admirado los acabados finales, tanto de sus suscripciones de taller como de las colaboraciones en carpetas. Así su parábola de Marzo en El curso de los meses, que la artista titula Musgo de marzo, es una estampa húmeda de azules y cálida de oros. Alcanza con ella cimas de una sensualidad verdaderamente insólita: el tacto quier gozar de los matices, del bajorrelieve, de los entramados de hojas y de esas estrías o caminos herrumbrosos de marzo, metálicos y sonoros: carne viva y fresca de algún animal fabuloso, cancela del palacio de marzo, tras la que se esconden los verdes del delirio... Y he recorrido los caminos del Califato y soñado bajo los arcos adorables de la Córdoba lejana y bruja... Oscuridades verdes y relumbres de azules áuricos para el perfil de las torres y las siluetas de las techumbres recortadas contra el horizonte. Yo sigo oyendo el vibrar de esas planchas bajo el peso del tórculo, porque están vivas y plenas de dinamismo interior y de brillos erráticos y de líquenes y de gritos líricos.
     Informal y diversa, plural e inquisitiva, Dolores Montijano nos deja su obra que es un retablo concebido desde las dudas íntimas, con el poder de la aflicción y la certeza de quien funda su estética en una pertinaz resistencia contra el vacío, que pretende enseñorearse en estos años funestos de castillos de quema y falsos virtuosismos. Ella sí sabe ser fiel a la llamada de la exigencia y consecuente con los desgarros existenciales y las cumbres emotivas que hacen de su obra una ferviente y lúcida propuesta de compromiso estético y humano.

     Las últimas estampas que he podido admirar de Teiko Mori (Tokio, 1946) son una mezcla sabia de elementos figurativos y geométricos que desprenden esa serenidad intensa y pura, ese pálpito sutil y sensitivo, esa música, digo, de correspondencias entre las formas, reflejo y trasunto del oriente mágico en donde vio la luz. No puede negar Teiko su filiación, ni la grandeza del legado que ha nutrido sus sueños, a juzgar por los modos y fórmulas expresivas del lenguaje plástico que la definen y distinguen de otros creadores.
     A Teiko Mori le gusta elegir con mimo los motivos que han de protagonizar un papel en sus grabados. Hay en su selección una voluptuosidad contenida, pero voluptuosidad a su manera. Así la mariposa, la vida toda de la mariposa, la consagración primaveral del insecto en clave de entomología del espíritu. El seguimiento sobre el tapiz gradado del verde esmeralda de su vida y milagros. El estudio convertido en género plástico: las partes del insecto arrojadas como dados del juego sobre el tapete del azar. Insectos, flores, ramilletes e instrumentos músicos parcialmente captados: así sus aguafuertes Violín y flor o Chelo y narciso, que son dos láminas, dos bitonos, en donde pone en práctica la correspondencia de los sentidos al modo baudelaireano. En la primera y como trama insinuada de fondo la escritura, las líneas de la caligrafía sobre el negro de la pizarra, la letra, la buena letra: otro de los elementos de su inconografía. El violín y las flores son de la misma naturaleza, comparten el mundo, la geografía del cinc, que ha sido herida para albergar las dos realidades convidadas al contraste o al complemento. Lo mismo ocurre en Chelo y narciso, en donde el cuerpo del instrumento, casi un rostro, ocupa el centro y divide con sus cuerdas el campo visual separando la plancha en dos mitades simétricas. A ambos extremos la blanca explosión de los narcisos, la pirotecnia de sus tallos fragilísimos y de sus pétalos, como penachos de un fuego artificial en la noche de los acordes estelares...

     Luis Orihuela (Jaén, 1932) es uno de los artistas que se ha incorporado al Taller Realejo hace poco más de dos años. Gran parte de su carrera la ha desarrollado en Algeciras, en donde ha ejercido la docencia, como catedrático de Dibujo, en un centro de Bachillerato. Este hecho me ha impedido conocer más en profundidad su obra, que exponía en las salas de aquellos occidentes. Conozco, sin embargo, alguna de sus láminas, por ejemplo la que ilustra la Ruta de Al-Idrisi, el célebre geógrafo ceutí de quien se refiere escribió la mejor descripción geográfica del mundo medieval. Para evocar la figura del personaje y los hitos costeños relacionados con su memoria, Luis Orihuela ha trazado una estampa de hermosa factura, que reproduce un paisaje nocturno del Peñón de Gibraltar, con una luna que inunda la bahía y el laberinto de casas y envuelve la escena toda en una atmósfera de húmedo ensueño. El tapiz de celdillas for-ma un relieve, apenas apuntado, que cubre la mitad de la estampa y llega hasta la línea del horizonte. Sobre ella, el gran cachalote oscuro del Peñón, con la luna entre estelas de nubes... Algeciras dormida en un destello ideal; la ciudad abandonada por los habitantes y convertida en un cúbico delirio de sombras grises y negras y azules...
     Para Junio, el mes que le corresponde en ese itinerario nostálgico del calendario, Luis Orihuela nos lleva a un campo de amapolas y así compone una estampa muy sobria en la que sintetiza dos ritmos principales: la lluvia de manchas, la piel del tigre rojo de junio, y los tallos negros de la mies, que habrá de doblegar la guadaña. Tres tintas para una lámina impulsiva, en la que vale la impresión primera, el relumbre anaranjado del oro tibio. Geometría móvil, combada y viva por alguna brisa que mece la pradera.

     La obra en marcha de José Manuel Peña (Granada, 1963) presenta ya un conjunto de resultados de indudable interés. Es cierto que se ha fijado en maestros de trayectoria muy confirmada, con los que seguramente comparte valores comunes a la hora de interpretar el fenómeno artístico. En lo compositivo sus muestras recuerdan a Brazam o al propio Fresneda, por citar dos referentes, de los que ha sabido asumir aspectos estimulantes para su propia concepción personal. El parentesco estriba, a mi entender, en la sólida base dibujística y en la conformación y distribución de las masas y volúmenes que intervienen en el diseño de las composiciones. Sin embargo observo la cada vez más palpable evolución hacia un lenguaje propio, con más presencia de lo figurativo, con la inclusión de elementos más personales y el avance de una iconografía poco relacionada con los artistas referidos. Sus láminas pertenecientes a Las Rutas y a El curso de los meses, podrían servir de ejemplo.
     En esta última su compromiso es Julio, para cuya alegoría configura una lámina onírica que preside un inmenso reloj varado más allá de las doce. Desde los tonos cálidos de la base, con mordido saliente del recuadro, la composición evoluciona hacia unos turquesas espectrales, que definen la pared húmeda del fondo. Algo así como la máscara del tiempo, podría decirse, puesto que una máscara completa esta suerte de bodegón simbólico en el que los frutos o los animales se han trocado en objetos, en formas, en volúmenes precisos y misteriosos, paralizados por el tiempo o atemporales e inquietantes... Ilustra su otra lámina la Ruta de Ibn-Aljatib. El recuerdo del médico y polígrafo musulmán nacido en Loja en 1313. Para esta ruta por las fronteras orientales del reino, José Manuel Peña nos ofrece un paisaje de montañas y landas que se pierden hacia el horizonte. Imperio ocre y siena, sobre el que reaparece el reloj de faltriquera o la brújula dispuesta sobre el pergamino. Los objetos nos hablan de los hombres ausentes: sólo el paisaje como otra escritura por delante: landas y combas hacia la lejanía. Sólo el paisaje: mar de vendas, lienzo para el repliegue, musculatura de la tierra en tensión. El tiempo, el tiempo en el recodo del camino. La temporalidad dolorida en el espacio abierto de la aventura. He aquí un nuevo leit-motiv del artista, que incorpora a su obra la obsesión barroca por excelencia.

     Como grabador Carlos Villalobos (Alcazarquivir, 1956) demuestra una madurez expresiva y una soltura en el trazado de las composiciones, que ponen de manifiesto su seguridad en el tratamiento de los temas y su agilidad estilís-tica en la conformación técnica de las planchas. Inquieto y plural, cada una de sus láminas ofrece nueva interrogante. A mí me ha emocionado mucho ver sus obras en el Taller, sus suscripciones y las estampas con las que participa en las 8 ediciones colectivas. Agosto, por ejemplo, cobra en su aguafuerte el poderío épico de lo solar. Septiembre lleva por título otra de sus calcografías, también (aguatinta/aguaruerte) sobre lámina de latón, como la anterior. Y aquí es la figura la que se enseñorea. La bañista acude al mar en la envolvente atmósfera de verdes aturquesados. Pasos sobre las conchas de la orilla, hacia el mar tibio de septiembre. También septiembre avanzado de la edad, no ninfa o púber. Una fuerza interior atrae hacia las aguas primitivas en un rapto de trazos, en un giro de ritmos que afecta a la mujer y al mar inminente. La luz compone otro espectáculo hacia el horizonte y conviene a los volúmenes de ese emblema elegido para definir un tiempo, que es también arrebato de círculos concéntricos. Tiempo espiritual de septiembre, en donde nos sumerge la conciencia y hacia donde se nos van los pasos sin pensar, casi imantados, en un retorno a los orígenes, hacia la linfa primaria, hacia el agua sin nombre que fuera patria real del mundo vivo.
     La que ofrece para ilustrar la Ruta de León el Africano, aquel Hasam, hijo de Mohamed el alamín, evoca su memoria transportándonos a un paisaje norteafricano actual, en el atardecer violeta, salpicado de refulgentes naranjas de ensueño. Bellísimo escenario que sólo podía haber recobrado su carne y su sangre en las manos de una creador tan multívoco como Carlos Villalobos, conocedor de aquellas regiones muy próximas a su sensibilidad, que ha convertido en más vecinas, al trasladarnos sus mistéricas confidencias.
     Doce itinerarios, pues, doce nombres y doce formas distintas de concebir la estampa. Estimula saber que a través de ellos la vanguardia del arte granadino alcanza un nivel, en lo plástico, en lo técnico, en lo sensitivo, en los contenidos... que habla de la vitalidad y de la madurez del ejercicio calcográfico entre nosotros. El Taller experimental El Realejo es, sin lugar a dudas, uno de los centros en los que se asegura el porvenir del grabado, puesto que muchas de sus experiencias de hoy serán mañana el punto de partida obligatorio para futuras aventuras estéticas. Emociona asistir a esta eclosión creativa, a este sueño compartido, que los artistas han hecho posible, porque han sabido ser fieles a su compromiso con el arte y con el tiempo en el que discurren sus biografías. Ingente lección de entrega y de verdad que estamos obligados a valorar todos los que somos sus destinatarios. Pocas veces se dan estas circunstancias. El hoy de la estampa en Granada no puede permitirse desdeñar este inmenso legado, ni desatender este estimulante recorrido que es ya una conquista de las que nos beneficiamos tantos y de la que habrán de nutrirse las próximas generaciones. Pocas ciudades pueden ufanarse de contar con creadores que, no sólo rinden homenaje a la tradición, sino que anticipan, con sus experiencia, los caminos por donde habrán de discurrir necesariamente las nuevas tentativas. Es cuestión de justicia y de conciencia.

JOSÉ LUPIÁÑEZ
En Taller de grabado El Realejo
Catálogo nº 32, Serie ARTISTAS PLÁSTICOS
Fundación Caja de Granada, 1996




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