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Prólogo en tres capítulos

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I.- Motivos


PORTADA POESÍA (1980-1990)

      La ya cumplida obra poética de Fernando de Villena (Granada, 1956) hay que ponerla en relación obligada con nuestra mejor tradición clásica. Y es más: sin ella como referente nos perderíamos gran parte de las novedades que nos trae y de la originalidad que muestra al saberse -paradójicamente- heredera de sus temas, formas y atrevimientos. Es, pues, esencial, al comenzar a referirnos a la poesía de Fernando de Villena, partir de esta singularidad que en su trayectoria se observa con mayor intensidad y virtuosismo que en la de cualquier otro autor de su generación e incluso de promociones anteriores. La reiterada y manifiesta defensa de la estética de los siglos de oro da unidad a su escritura, puesto que está presente en la totalidad de sus muestras, tanto en las que en algún momento llama el autor de tendencia neomanierista, y que aquí aparecen presididas por el título de Rimas, como en su producción más libre que abre estas obras reunidas y que nombra el poeta Fuegos y Sendas.
      Si tuviera que confesar cuál fue el primer deslumbramiento que me produjo su obra, debería señalar, precisamente, que lo fue la percepción a través de sus versos de ese aire renovado y eterno que viene de los clásicos, de nuestros Garcilaso, Fray Luis, San Juan, Góngora, Lope, Quevedo, Gracián, Calderón... Esa lección permanente del barroco español la ha venido encarnando entre


FERNANDO DE VILLENA (1985)

nosotros Fernando de Villena con la mejor naturalidad y afrontando a veces, con gracia y malicia caballerescas, malentendidos o críticas partidistas, porque no cabe duda de que el neomanierismo que convertía en proclama en su primer manifiesto estético, venía acompañado de cierto espíritu combativo. Esto confería para mí un redoblado interés a su propuesta: se trataba de plantar estandarte, y de defender una poética a partir de la exhibición virtuosista de sus valores, pero evidenciando al mismo tiempo esa verdad que adelanta el propio autor en la nota previa a esta edición y que yo he tenido la oportunidad de comprobar: "todos mis versos, desde los primeros publicados hasta los aún inéditos, están presididos por una verdad íntima, por un sentimiento auténtico". ¿Quién pondría en duda el aire retador que envolvía al pequeño prólogo -"Al que leyere"- y en donde se dejaba constancia, al frente de su primer libro, de la voluntad estética que lo presidía?: "desde las rimas que siguen preconizo un nuevo manierismo, siendo los modelos, no ya unos clásicos tan lejanos como los grecolatinos, sino los no menos dignos escritores españoles de los dorados siglos".
      Pocos críticos han destacado suficientemente la importancia de este manifiesto que daba a conocer la singularidad estilística de una voz nueva, de una voz que irrumpía, recién inaugurada la década de los ochenta, reclamando sin complejos los valores, entonces alejados, de nuestros autores clásicos. Si bien es cierto que en la primera mitad del siglo fueron contadas las escuelas y tendencias que prescindieron de su influjo -desde el 98 a los garcilasistas, pasando por el 27-, a partir de los cincuenta se observa un paulatino alejamiento de planteamientos clásicos que hace escasas las muestras de su cultivo entre nuestros autores. La práctica del soneto es casi el único rescoldo que se mantiene en un reducido número de poetas. De ahí el interés y el componente revulsivo que se desprende de este prólogo-manifiesto. No en balde el propio escritor se adelanta advirtiendo al lector de que su ejercicio puede convertirlo en "reo de su desprecio y sospechoso de arcaísmo".
      Eran tiempos aquellos en los que el culturalismo novísimo comenzaba a declinar y se iba imponiendo un cierto pragmatismo de ideas que hacía impensable una apuesta tan descarada por el barroco militante. De nuevo el mundo como un ingente friso para el mito y para el salto mortal de la palabra. De nuevo la vigorosa fuerza expansiva de la hipérbole y de la metáfora y no por ello se estrangulaba el sentimiento ni se ajusticiaba la emoción: esto resultaba indudable. De nuevo, en fin, la sorpresa de un estilo incardinado en la tradición que resultaba más rompedor e infinitamente más inquietante que las hojillas del otoño minimalista que se nos quería imponer.
      Si el poeta elige vitalmente el barroco es porque en su afán interior late un neorromanticismo sediento de tormentosa belleza, de ingenio, de novedad sin límite. Es por romanticismo por lo que se recurre al mundo clásico como metáfora global con la que defenderse del tedioso runrún de las medianías; metáfora en la que pueda inscribirse un discurso lleno de rebeldes propuestas, de vitalismo y de provocadoras licencias estéticas. Y así ocurre porque es su propia vida la que le exige y la que acaba fundiéndose con la Literatura. Es muy difícil deslindar vida y Literatura en Fernando de Villena. Su mester es encomienda al modo romántico, es decisión vital. No en vano la mayor parte de su obra narrativa es autobiografía lírica e insiste en las conmociones espirituales de un yo que ve pasar los días y siente con ellos el dolor o la dicha de estar vivo. Es el individuo el que habla y alerta a los otros, el que describe sin pudor la naturaleza de los conflictos que lleva interiormente, en un deseo de intensa comunión con el lector, lejos de las frívolas posiciones civiles de otras escuelas. Esta postura inicial se irá matizando a lo largo de sus libros. En el capítulo V de su novela Atlántida interior, titulado "La noche oscura" nos lo recuerda y, pese a las propias dudas que se infiltran, su romanticismo sigue siendo válido aún hoy en día: "Cuando era joven -por causa tal vez de la Literatura- me construí una imagen romántica de la existencia y, durante muchos años, he tratado de adecuar la mía (mi vida) a esa imagen de rebeldía y malditismo. El tiempo, cada vez más, se empecina en mostrarme tal idea como pueril y falsa. Me propone, en suma, el camino de la mediocridad y el abandono. Estoy verdaderamente cansado de luchar, pero he puesto mi afán todo en no caer". Contra esas amenazas: la mentira, la mediocridad o la renuncia, opone Fernando de Villena ese "afán todo en no caer" que aún al presente está inundado de romanticismo y de veracidad.
      Este punto de partida es, pues, el que justifica también su específico sentimiento del barroco que en la misma novela nos define, mientras contempla la pintura de Jesús Rodríguez de la Torre, en estos términos: "sorprendí la inquietud lancinante del Barroco, esa lejanía espacial, ese recurrir continuo a las fugas (pues sólo mediante ellas puede captarse el tiempo) y sobre todo esos objetos y esos seres que se obstinan por mantener en ellas su presencia contundente". Los dos movimientos, las dos concepciones y sus muchas coincidencias estéticas, laten en el fondo de su obra y sobre ambos construye su singularidad el poeta. En este sentido es importante remitir al lector a la obra novelística de Fernando de Villena, en la que no sólo se esclarecen desde la confidencia las sucesivas etapas del escritor, se ofrecen referencias biográficas o se participan anécdotas de la vida literaria y de algunos de los jóvenes autores contemporáneos, sino que además es posible reunir a partir de ella una serie de reflexiones sobre la creación, el creador y la misión y visión, en general, del hombre de letras. Todo ello no sería así, si no se partiera desde un desmesurado amor por la Literatura y una implicación de ésta en la propia biografía: "Para ser escritor es necesario amar la Literatura sobre todas las cosas y aun sobre todas las personas", llega a decir en una de estas manifestaciones y lo primordial es destacar aquí que, con su obra, nos adentramos por una puerta mayor en ese territorio de la creación, del arte, en donde ha venido templándose su espíritu en romántica discordancia con el entorno que le tocaba asumir: "Cualquier tiempo histórico mejor que el que estamos viviendo. Zambullidos de pleno en el capitalismo, viendo el fraude en el poder...".
      Más que malditismo sí ha habido en su trayectoria crestas de rebeldía, actitudes provocadoras, defensa estentórea de valores que resultaban chirriantes para estas modas que han conformado la línea oficialista de la última poesía española. Era entonces relativamente lógico, observado desde esa parcela, que algunos dejaran constancia de su desconcierto, primero ante la obra, y luego frente a algunas intervenciones del autor, que han subrayado con ironía su independencia. No podría olvidar a este respecto aquel verano de 1988, que sirve de ejemplo a cuanto vengo comentando. En agosto de ese año emprendimos viaje familiar a Santander, acompañando a Fernando y María Teresa. El propósito era asistir a su intervención en un acto poético dentro de un ciclo organizado por Guillermo Carnero para los cursos de la Universidad Menéndez Pelayo. En él, como digo, actuaba monográficamente Fernando de Villena, quien debía disertar sobre su propia obra y leer, a modo de cierre, algunos poemas. No sé si la malicia o la sabiduría de Guillermo Carnero, o ambas a la vez, eran las responsables de hacer contrastar la obra de Fernando con la de Jesús Munárriz, también allí presente y ponente anterior. El universo de ambos poetas es bien dispar y por eso el contraste resultaba notorio. Pero no es esto lo que más me viene a la memoria, sino los rostros de sorpresa, la sensación de irrealidad, la conmoción que era perceptible en cuantos acudían a ese ciclo poético, cuando inició Fernando de Villena la lectura de unas cuartillas en las que hablaba de su propia vida y obra en un perfectísimo estilo áurico, muy del tono de su Relox de peregrinos. El cabeceo, la impresión de sentirse burlados, la posibilidad de que aquello fuera broma teatral, puesto que en ningún momento vacilaba Fernando ni perdía seriedad en su exposición, marcó los primeros minutos. De esta suerte expresaba el poeta los hitos diferentes de su biografía: "Sepan los que esto escuchan que fue mi nacimiento en Granada, capital del antiguo reino nazarí. Quiso Dios en ello, como en tantas otras cosas, hacerme singular merced y anticipado castigo por mis muchas culpas: que así como he gozado de sus jardines y palacios, de sus fuentes y sus calles, he sentido, ay, doquier me condujo la fortuna (o desfortuna) -las más veces contra voluntad-, ora fuese la noble villa de Segovia, ora la encerrada Ceuta, la más lancinante nostalgia que en corazón de hombre imaginarse pueda. Y es tanto de este modo, que antes hubiese admitido ser hombre oscuro -punto menos que nada- en mi ciudad, a cuantos agasajos y honores se me han hecho (siendo tan corto el caudal de mis merecimientos) en lugares a los que sólo he comenzado a amar con la costumbre. Bien que, como dijo el docto Suárez de Figueroa, "para un espíritu emprendedor cualquier sitio es buena patria y habitación".
      "Fue Dios servido que viese la hermosa luz de este enrevesado mundo el día 8 de noviembre de 1956, octava de los fieles difuntos, de donde acaso nació esa constante presencia de la muerte en mi corazón y ese afán desordenado por burlar su tiranía. Siendo tan de esta manera que siempre gusté de disfraces, como si ocultándome tras una veste peregrina pudiese equivocar a la que tanto sabe y eludir, siquiera algún tiempo, su oscura danza".
      Mientras atendía al discurso, no dejaba de decirme a mí mismo: "Luego, hay novedad, hay ingenio" y comprobaba no ya la calidad o la intensidad de la obra que se ponía en cuestión, sino su poder de sorpresa, su capacidad de asombrar al destinatario y, naturalmente, de prenderle. Porque eso ocurrió, una vez que el auditorio aceptó el referente global, la convención barroca a la que aquella propuesta invitaba. De la incredulidad inicial, se pasó a la expectación más absoluta...
      Son tantas las anécdotas que podrían ilustrar esta vertiente dinámica y provocadora del poeta: recuerdo un homenaje a Villaespesa en la Facultad de Letras en donde apareció Fernando con levita, chistera y bastón junto al poeta José Antonio López Nevot (que no le iba a la zaga en elegancia) y recitaron ambos, mientras el músico Fernando Castellón pulsaba pavanas en su guitarra clásica. Sobre el fondo gratísimo de suaves acordes -las manos enguantadas de blanco- se leían versos que traían la nostalgia de Góngora o Carrillo, de Aldana o de Bocángel. Imagine el lector lo que actitudes similares a ésta podían representar en un tiempo en el que se enarbolaba la bandera única de Celaya o de Gil de Biedma y la actividad poética empezaba a asfixiarse con el monóxido de las doloras urbanas.
      Muchas noches paseó su ciudad Fernando de Villena disfrazado de Larra o de príncipe veneciano, muchas veces organizó fiestas tumultuosas en su retiro de Cúllar, fiestas inolvidables en donde se daban cita las mujeres más bellas de Granada. Yo asistí a algunas y de otras me alcanzaban siempre comentarios sabrosos... Su inquietud desmesurada le llevó incluso, en alianza con Ricardo Proupín, a airear en la prensa la noticia anticipada de su propia muerte. Y todo por ver el efecto que causaba entre sus amigos y conocidos. En realidad acariciaba la posibilidad de reaparecer triunfal y desdecir la historia en la taberna felicísima de los encuentros y componer así una nueva reverencia o una burla temerosa a la muerte, que siempre ha entendido de un modo tan barroco, tan hispánico.
      Fue de esta suerte cómo en el Diario de Granada de un 10 de junio de 1983, Ricardo Proupín publicaba su "Adiós a Fernando de Villena", un sentido elogio fúnebre en el que se dolía del zarpazo imprevisto de la muerte que, avariciosa, nos arrebataba a nuestro amigo: "Hoy comprendo por fin la desenfrenada luminosidad de su vida y su poesía, su ansia irrestañable de ver, saber, tocar, amar, vivere et bibere, su prisa constante, su nerviosismo. De una manera oscura, pero irresistible, Fernando sabía lo corto de su plazo, y sabía también que todo lo que algunos hombres pueden ser y saber poco a poco, como una fruta madura hasta caer por la propia fuerza de su perfección, tenía que serlo y conocerlo él en un tiempo angustiosamente corto. Esa fue su terrible grandeza, y su servidumbre".
      Tal vez muchas de esas actitudes fueron improvisaciones para romper con la atonía del momento, e incluso piruetas algo ingenuas en las que pudiera prevalecer el simple y llano ejercicio del humor, pero no me cabe duda de que tras de ellas se esconde un personaje tan incitador en su obra como en su vida. Tampoco abrigo sospecha alguna sobre las contundentes verdades, tanto vitales como literarias, que se encierran en su escritura, y en las que más adelante nos detendremos. Una escritura que empiezo a notar más próxima a la sensibilidad de lectores muy jóvenes, que siguen con interés su trayectoria y comentan satisfechos cada nueva entrega que ve la luz con su firma.
      En uno de sus Cuentos del Río de la Vida, en el que es, justamente, Fernando de Villena el protagonista, Antonio Enrique, nuestro imprescindible compañero de viaje, traza de él una estampa chispeante y, al hacerlo, hasta su estilo se contagia voluntariamente con esa galanura, con aquellos resabios del mundo propio de Fernando. Es en el relato "El Palacio de la Muerte" en donde figuran estas líneas a que me refiero y de las que no puedo resistirme a dejar constancia nuevamente aquí, por cuanto trazan uno de los más airosos perfiles del poeta que he leído nunca: "Resta decir que don Fernando era liviano de cuerpo, agraciado de semblante, hidalgo de manos y que poseía un sentido original de la elegancia, consistente en no acabar jamás acción, fuera vestirse (dejábase la camisa abierta como al desgaire sobre el pecho), fuera fumar (abandonaba las cajetillas de costosos cigarrillos turcos en cualquier parte), fuera beber (una vez probado el licor, no apuraba jamás ni botella ni copa). Esto, y que don Fernando tenía siempre presente su infancia (gustaba de bromas tétricas, alardes -como se verá- de noche de difuntos), a tiempo de carecer del más leve atisbo de timidez (que le parecía el colmo de la inelegancia), completan un croquis elemental de su figura".
      Herido, pues, por la flecha romántica y por la saeta barroca, provocador y amante del íntimo recogimiento, galanteador de damas, viajero curioso, amante de los libros antiguos y los trajes, conversador ameno y granadino a ultranza, Fernando de Villena nos ofrece con su obra uno de los mejores ejemplos de la poesía finisecular que se escribe ahora en España, una poesía que apuesta nuevamente por las formas y que subraya el valor insustituible de la palabra y la necesidad de volver a los imperios de la fantasía y de la imaginación. Una poesía, en suma, que está a la altura indiscutible de las mejores voces de nuestro panorama literario.

II.- El lema de la desesperanza: En el orbe de un claro


       desengaño (1984)


       Señalaba más arriba que la compilación de esta obra altera el verdadero orden en el que fueron apareciendo los títulos del poeta. Así, cuando en 1984 vio la luz En el orbe de un claro desengaño, ya tenía escritos y editados Fernando de Villena sus dos primeros libros: Pensil de rimas celestes (Ámbito Literario, Barcelona, 1980) y Soledades Tercera y Cuarta (Colección Genil, Diputación de Granada, 1981), y conservaba inédita su primera novela El desvelo de Ícaro. Quiere esto decir que desde el ejercicio del poema clásico y el sometimiento a las formas estróficas con el que había provocado cierta curiosidad -e incluso incomodidad- en los círculos literarios, derivaba ahora el autor hacia el verso libre y se alejaba de las estructuras regladas, por decisión propia, si bien mantenía una marcada preferencia por el endecasílabo frecuentemente bimembre. Tal vez hubiera insistido más Fernando de Villena en esa línea manierista que constituye su otra gran constante poética y en la que su voz alcanza cotas a las que pocos poetas contemporáneos han llegado hoy en día, si no se hubiera ido forjando en su interior la necesidad de contrastar su sentido de la imitación con arte (que no abandonará nunca de forma radical), con esta otra manera más directa, más confesional de escribir poesía.
      Con la voluntad de romper esa imagen fija para algunos que lo convertía en poeta emulador de los clásicos, me entregó el manuscrito del libro que nos ocupa, y lo edité en esta misma colección "Ánade", en donde apareció con el número 19. Era -y sigue siéndolo- un texto mayor, en el que se perciben, como es lógico, ecos y modos del mundo barroco donde se ha acrisolado su poética, pero ofrecía la novedad del entrecruce y fijaba, sobre todo, un estilo alternativo que es reconocible en futuras entregas. Un estilo, insisto, que no rompe en lo esencial con su vocación previa, pero que ahora se formula en términos de intimismo, de confidencialidad desde un yo herido que repasa también las páginas de su biografía y que se acoge a la órbita neorromántica.
      Wordsworth decía que "el origen de la poesía es la emoción que se recuerda en sosiego" y ésta parece ser la clave que aquí se evidencia en gran parte de los cincuenta poemas que componen el conjunto: emoción que se evoca, nostalgia que perdura y desengaño, que finalmente se impone. En esa lucha que es concebir el mundo desde la romántica vertiente, tiene lugar la varia lección de este conjunto de poemas que ofrece un muestrario de imposibles y encarna los inefables estados por los que atraviesa el alma, ávida de horizontes que luego se desdibujan. Justamente ésa es la línea de mayor tensión del romanticismo y en ella se inscribe Fernando de Villena, tal vez porque es también afín a la locura barroca por retener aquello que se nos va perpetuamente y nos desdice. Kierkegaard definía el romanticismo aludiendo exclusivamente a esa constante: "El elemento romántico -afirmaba- es un perpetuo esfuerzo por asir algo que se desvanece" y ahí radica quizás el punto de arranque de este modo de poetizar que emprende Fernando de Villena...


LA CAÍDA DE ÍCARO

      La viñeta que elegimos para la portada representaba a Ícaro en su descenso y a un sol que derretía la cera de sus alas. Abajo el mar y algunos diminutos navíos perdidos. ¿Qué mejor ilustración que este simbólico fragmento de un antiguo grabado para expresar la esencia de los poemas, su corazón profundo?
      Es, de este modo, en torno a la gran metáfora del desencanto y del desengaño, y alrededor de esa conclusión asumida, donde se sitúan en su diversidad los diferentes textos. La mayoría de ellos formulan la imposibilidad de gozar de los días y su regalo por el estado de melancolía en que se permanece. El amor se evoca desde la distancia, está lejos siempre, o resulta imposible o se ha extinguido dejando su vacío imprevisto. Desde la soledad se ha descubierto la falsedad del mundo. Los entornos urbanos, las ciudades, aparecen en sus nieblas nocturnas y sus gentes ajenas al misterio de luces y sombras que se cierne sobre sus vidas. La noche y el invierno, la tristeza y el otoño despiden cualquier amago de esperanza o de gozo. Es claramente éste un libro lleno de pesimismo que sabe a noche oscura del alma... Desde la soledad se ha descubierto la vanidad del mundo y, la muerte, se presiente como si fuera tomando consistencia peligrosa, en un avance que se teme irremisible; estos versos la recrean en el poema "Alcoba":

                   En este, tibiamente iluminado
                   refugio de las noches y los rostros
                   se atreve ya la muerte:
                   pretendí detenerla con objetos
                   -lienzos, libros, espejos, crucifijos-
                   mas, sutil como nube,
                   va colmando rincones poco a poco.

                                                                  (pág. 93)

      Fernando de Villena escribe con éste su libro de la desesperanza, en el que es importante reseñar no sólo su fluidez y belleza, sino que con él se acuñan un tono y un estilo que han de servir de marco general a otros textos posteriores que se inscriben en esta misma línea: me refiero a una preferencia por los poemas relativamente breves; combinaciones de versos de once y siete sílabas; metáforas sorprendentes y escogidas, porque como afirma el propio escritor: "En el poeta la metáfora muestra el grado de miedo o descontento con la realidad"; mantenimiento más moderado del léxico barroco y, en menor medida, de la sintaxis; propensión a esos estados intermedios del ánimo; escenografía romántica; temática que recurre al paisaje o al paso del tiempo, con referencia a los meses, estaciones, etc., como contrapunto del poema; esquemas paralelísticos; referentes mitológicos, etc.
      Otros temas ofrecen variantes, pero siempre impregnados por esa atmósfera global de desencanto que preside la cita del Conde de Villamediana, al frente del libro y a modo de lema, a modo de propósito vital. La renuntiatio amoris marca las pautas de la negación erótica. En "Desconocida", por ejemplo, el poeta, desde ese espacio ritual de la alcoba, evoca a la amada mientras lee a Virgilio y, dolido por su lejanía, acaba aventurando la muerte de ésta en una suerte de recordatorio de la fugacidad del tiempo, que le sirve de maldición:

                   Pienso en ti, si fugaz de tan celeste,
                   si imposible de angélica;
                   pero en mi habitación
                   álgida y sin esquinas
                   -neto silencio- ya a Virgilio leo.
                   Onda en la playa, morirás mañana.

                                                                  (pág. 97)

      También la Literatura fluye por entre estos versos, con menciones a Virgilio, Cervantes, Quevedo, Espinosa, Juan Ramón Jiménez, etc., y con reflexiones metapoéticas entre las que podría recordarse, por su interés, la que alude al héroe de Goethe, el joven Werther, a quien se identifica genéricamente con el poeta:

                   Suicidó su pasión hermosamente
                   en el desventurado,
                   en el constante Werther, el poeta.

                                                               (pág. 101)

Hablo, en suma, de un texto capital, de un texto insignia, lleno de melancólicos matices, pero también de fieros y sorprendentes desgarros. Intimismo, rebeldía juvenil, audacia lingüística para combatir el desengaño y la soledad. Una soledad que el poeta sentía como destino en su "Último poema". Muy pronto la vida se encargaría de desdecirlo.

III.- Granada y el diablo: El libro de la esfinge (1985)

      Siempre he creído que los libros fijan, con su invisible alfiler permanente, el tiempo en su constante fuga. Y al evocarlos, o al recordar su ciencia, o al tomarlos de nuevo entre las manos, se nos viene más nítida la imagen de aquellas horas, de aquellas circunstancias, en que se detuvo nuestra vida por sus páginas...
      ¡El libro de la esfinge !, repetíamos cierta tarde, como ponderando su valía, su enigmático alcance, su posible trascendencia; ¡El libro de la esfinge !, y nos quedábamos concentrados en sus resonancias virtuales... Creo que era primavera en Granada y tras un delicioso paseo, de los que gusta Fernando evocar a lo divino en su impecable estilo dialógico, Antonio Enrique, Fernando y quien esto escribe, decidimos sentarnos cómodamente en un confortable establecimiento del centro de la ciudad. Y fue en esa tertulia, entre sorbo y sorbo de café, que nos dio por hilvanar una larga letanía de títulos ideales. En realidad pretendíamos nombrar un proyecto poético y viajero, que como tantos otros, construíamos al detalle en nuestra imaginación, pero que pronto aplazábamos ante la urgencia de otro siguiente. Entre los muchos que yo mismo iba anotando en el dorso de la sofisticada factura del local, surgió éste, El libro de la esfinge, de una magia sí, primitiva, que parecía guardar entre sus letras una ingente aventura, un safari de sueños. Así nació el nombre, no recuerdo si a instancias del propio Fernando, lo que sí era indudable es que esa aventura ya estaba trazada y escrita, e incluso tenía lema provisional que Fernando decidió cambiar definitivamente por este otro, que he repetido aquí tantas veces como lo hicimos aquella tarde mientras lo buscábamos...
      En octubre de 1985 vio la luz esta obra en edición brevísima de doscientos ejemplares, que publicó la imprenta "Dardo" de Málaga en su colección "Cuadernos del Sur" con el número 84. Los treinta y cinco poemas del conjunto constituyen un abierto y sentido homenaje a Granada, su ciudad natal, la ciudad de su infancia y el gran referente de toda su obra. A modo de guía espiritual se recrean sus patios, sus palacios, sus calles, sus plazas, sus miradores... Dividido en tres partes, hay que hacer notar que la central "Cristales de Dauro", compuesta por romances, sonetos y octavas reales, se incorpora en esta edición al apartado de Rimas, mientras que las restantes, "La Alhambra estrelecida" y "Miradores", compuestas ambas en verso libre, quedan inscritas definitivamente en el capítulo de Fuegos y Sendas.

LA ALHAMBRA: GRANADA COMO SÍMBOLO
      Granada aparece como subtítulo de la obra porque es el numen de todo el libro, que así se constituye en cántico ritual del territorio sagrado de la ciudad. ¡Qué bien haría el lector curioso en recorrer el dédalo de sus calles y plazas, de sus rincones históricos y monumentos llevando consigo estos versos del poeta en los que la ciudad toda se transfigura ofreciéndonos las estampas sucesivas de la urbe misteriosa, la sorpresa intraducible de sus leyendas! La descripción barroca de estos enclaves acoge también la reflexión trascendente o el desahogo del yo que proyecta su sensitiva inquietud, su confidencia escueta, su sueño receloso.
      Escrito entre 1983 y 1985, era del todo previsible que Fernando de Villena dedicara monográficamente su esfuerzo a recrear sin titubeos el entorno en donde se ha forjado su personalidad de escritor, el entorno, digo, donde surgió el poeta. Así en "La Alhambra estrelecida" se concentra el autor en una condena abierta del monumento más emblemático de la ciudad: la Alhambra. Las nueve composiciones iniciales se suceden como un rosario de advertencias sobre la peligrosa significación demoníaca del palacio y sus enclaves. Esta sorprendente lectura que convierte al edificio y sus alrededores en el verdadero "valle de las horas finales" y que da aviso de la esfinge que aquí "custodia verdad aterradora"; esta interpretación que anuncia lo engañoso del "impío templo", en el que la apariencia podría confundir al incauto al que insta y grita el poeta desde sus versos "aléjate, aléjate", supera la simple confrontación de un mundo árabe y un mundo cristiano, exponentes del mal y del bien, respectivamente. La vertiente barroca de la apariencia de beldad y de verdad que a veces muestra la realidad es la que hay que combatir desde la rectitud del corazón. No puede caerse en la trampa de la interpretación de estos versos como la exhibición de un maniqueísmo retrógrado, sino más bien como el empleo metafórico que reproduce la obsesión barroca del engaño del mundo. Los versos iniciales del poema "Sala de los Abencerrajes" podrían ejemplificar cuanto afirmamos:

                   Hermosa es, en verdad, esta sala,
                   hermosa y recoleta como escriño,
                   mas, ¿quién duda que sabe la serpiente
                   galas sin fin para vencer la sencillez
                   de nuestros corazones?

                                                                (págs. 122-123)

Y concluye en la última estrofa de la misma composición:

                   Mas no te engañe a ti que conoces las palabras del Altísimo,
                   no te engañe tanta precipitada apariencia:
                   tras todo ello sólo se oculta el oscuror perpetuo.

                                                                               (pág. 123)

      Este es, pues, el lugar por el que merodea la serpiente, este es el palacio del mal, la casa de la muerte, un camino al infierno que disfraza la hermosura. Contrasta esta hiperbólica condena con el poema final del apartado, referido al "Palacio del Emperador", un laude continuado a la Divinidad, de resonancias herrerianas, que invita con un "cantemos" colectivo a celebrar el triunfo de quien

                   ... al fin abatir supo
                   la engañosa y larga tiranía
                   del monstruo cuya cifra por tres veces fue el seis
                                                                               (pág. 124)

      La coherencia interna de este primer grupo de poemas se cifra en la confrontación y denuncia de la negatividad encubierta frente al resplandor solar de la última composición; el triunfo del occidente auroral sobre el oriente herético. Lo que se constituye en elemento contradictorio dentro de la propia ideología del poeta que escora frecuentemente hacia la defensa de lo oriental y de su estética. De hecho en los poemas de la segunda parte, "Cristales de Dauro", si bien se mantienen algunas reticencias, se atempera el tono apocalíptico que se observa en la primera parte de la entrega. Así leemos en "Dauro galán de Alhambra":

                   Los pies de Alhambra, cortesano, besa
                   el sacro Dauro engalanado y terso;
                   de Alhambra que es blasón del universo,
                   que, si infiel, es seráfica princesa.

                                                                (pág. 382)

      Pero ya indicaba más arriba que la segunda parte se integra en el apartado de Rimas, por su ceñimiento formal y estrófico a ese otro estilo neomanierista, por lo que se prestará atención, en su lugar, a los poemas que la componen. No obstante, sí es oportuno señalar la importancia que para una lectura certera de este apartado, entraña el capítulo IV de su novela Atlántida interior, que bajo el título de "El misterio de Granada", recrea muchas de las claves ocultas que movieron al escritor a la composición de este libro. La dedicatoria que figura al frente del mismo a su hermano Juan Ignacio desvela una de ellas, puesto que a él le reconoce el poeta su afición por Granada y lo granadino. Muchos más detalles encontrará el lector en ese delicioso recuento que lleva a cabo Fernando de Villena de coincidencias, apariciones, presentimientos y revelaciones extrañas que le llevan a defender esta visión nocturna, espectral y demoníaca de la Alhambra. A él, pues, remitimos al lector.


EL DIABLO

      También en un importante artículo de Antonio Enrique, publicado en Ideal de Granada, el 4 de noviembre de 1985, titulado "La Alhambra a la luz de Luzbel", se pondera la insólita visión del poeta en este libro sin antecedentes en la tradición literaria granadina. Allí escribía Antonio Enrique: "tenemos ante nosotros una Alhambra nocturnal, de estirpe típicamente simbólica. Desde el punto de vista literario no existe -que este comentarista conozca- precedente al contenido íntimo de sus versos: ni en los poetas nazaríes (Zamrak, Al-Yaib), ni en los autores barrocos (Collado del Hierro), ni en los ilustrados de la Academia del Trípode (Porcel, Montero), ni en los textos de viajeros románticos, ni en los poemas de los cofrades del Avellano, ni en los cenáculos modernistas de nuestra ciudad (Villaespesa, Álvarez de Cienfuegos) ni -corriendo el tiempo- en el Poema de la Alhambra, por citar un compañero de generación, encontramos verdaderamente nada análogo a su mensaje".
      El libro se cierra con el conjunto de textos que se acogen al título de "Miradores" (1985) y que incluye poemas que recrean, efectivamente, lugares próximos a la ciudad, desde donde puede contemplarse cómo ésta cambia, según el punto elegido. Son visiones distintas que ofrecen perfiles insólitos capaces de romper la imagen fija y fosilizada repercutida en las páginas de tantos otros. Hay, pues, una contemplación que actúa como fuerza motriz; hay una observación del predio, formada miméticamente a la primera por diez composiciones. También en este caso el último poema es intensamente significativo; se trata de un texto que debería figurar en cualquier recuento antológico que sirva para identificar su poética; texto mayor que a través del recorrido por el recuerdo de los antepasados, en el escenario romántico por excelencia, llega a la afirmación del yo y su pensamiento: la propia evocación poética de ese instante. A partir de ella también se adivinan las sombras del futuro irreversible. "Miradores" constituye al mismo tiempo un complemento a su discurso sobre Granada, en donde se recrean rincones de privilegio que no habían aparecido anteriormente. De este modo culminan el ciclo sobre la ciudad poemas referidos al Carmen de los Mártires, al Campo del Príncipe, al Albaicín, al Sacromonte, la Catedral, etc.
      Ha sido una pasión propia del poeta descubrir lugares inéditos para contemplar Granada. Muchas noches hemos observado ese gran cofre rebosante de brillos que era la ciudad a nuestros pies, ante la que hemos descorchado infinidad de botellas del champagne de las ilusiones efímeras. Desde las alturas de San Cristóbal, San Nicolás, la propia Alhambra, la Abadía del Sacromonte, San Miguel el Alto, hemos compartido el bullir de la urbe viva, ajena a nuestros comentarios, ensimismada en su fluir permanente y misterioso, en su estar inquietante.
      Es probablemente a través de estos poemas como mejor pueda apreciarse la profesión de granadinismo que Fernando de Villena lleva hasta sus últimas consecuencias en el texto titulado "Homenaje a Ganivet", figura literaria bajo la que se escuda el poeta por el paralelismo de su común amor a la patria natal, para acabar manifestando abierta y claramente: "año tras año he deseado tan sólo / vivir aquí, morir aquí en Granada" (pág. 130).
      Por lo demás, otro gran elemento activo dentro del libro es el paisaje, la naturaleza, espejo en el que se mira la tristeza del creador y que provoca en su espíritu variaciones y reflexiones que van desde la exaltación a la melancolía. Por la contemplación del paisaje se llega también al amor. El paisaje trae consigo la nostalgia del amor, de la amada ausente, lejana, a la que se le pide que acuda para disfrutar del festín que la ciudad propicia. Así lo corroboran los versos de "En el paisaje, tú", poema inicial de "Miradores", que nos sirven de muestra:

                   Esta noche la luna de Granada
                   hilará nuestras sábanas sin tregua
                   y sin tregua randar sabrán las fuentes
                   nuestra colcha de abrazos
                   si, amazona, regresas, como gustas,
                   en el dolido aroma de las tenues violetas.

                                                                      (pág. 125)

No obstante, sigue presidiendo en este libro, como en el anterior, un tono general de pesimismo. Sigue imponiéndose la lectura barroca del desencanto, por eso abunda aquí también la paradoja y la reflexión martilleante sobre el paso del tiempo. Hacia esa conclusión final conducen los poemas que remata, como ya indicaba anteriormente, "Cementerio", soberbio recuento que bordeando el tópico, lo retoma y salva, lo renueva, nutriéndolo ante nuestros ojos de esa verdad indefinible de la poesía mayor. Enigmático libro éste para pasear por Granada, para redescubrirla desde la perspectiva que estos versos ofrecen. Porque este es un libro para paseantes -como también lo es por antonomasia y desde muy temprano Fernando de Villena-, para quienes gusten perderse por las calles de la ciudad y encontrarse de pronto con la insólita concentración de belleza que la fachada de una iglesia exhibe o con el vaho maligno de un palacio, esos edificios, esas plazas recogidas en donde aún suena la risa de la infancia, esos enclaves, en fin, que por encima de todo hablan al espíritu, a nuestro flanco espiritual del sentimiento.

IV.- El amor y los mitos: La tristeza de Orfeo (1986)

      Por lo dicho hasta aquí se habrá podido comprobar cómo nos encontramos ante una obra que se incardina sistemáticamente en la tradición culta de nuestra Literatura, una obra en la que las resonancias eruditas o mitológicas contrastan con las confidencias de una intimidad que no esconde el poeta. Así sus versos actualizan las emociones personales del autor, sus padecimientos, sus conmociones, intensificadas por el referente al que se recurre, bien sea el formalismo barroco, el intimismo neorromántico o la clave hermética. De tal suerte su poética se nos presenta asida a elementos que presuponen en el lector un conocimiento previo, aunque éste sea parcial. Sus libros marcan una zona de complicidad que sostienen las variantes de los poemas. Quiero decir que su voz surge siempre voluntariamente inscrita en una u otra vertiente de la tradición comunitaria, no se trata -como ocurre en otros escritores de hoy- de lanzar propuestas en el vacío, de aventurar experiencias al azar, de construir discursos despojados de cualquier compromiso con lo que fue antes, en aras de una supuesta modernidad. Fernando de Villena -uno de nuestros poetas realmente contemporáneos- no rompe, por decisión propia, con la tradición que le asiste, sino que se aferra a ella logrando así en sus entregas un nuevo resorte provocador y contractual, por eso mismo y paradójicamente sabe a inédito su decir y su sentir.

ORFEO ENTRE LAS FIERAS (BERNARDO FERRANDIS Y BADENES)
      Tal sucede con este otro texto, La tristeza de Orfeo, que también apareció como el primero en esta misma serie poética con el número 22, allá por el mes de marzo de 1986. En esta ocasión es la trama mitológica la que se elige desde el propio título y Orfeo la figura simbólica que disfraza o denuncia la experiencia vital del poeta. El hijo del tracio Eagro sirve ahora en tanto que teólogo, poeta y músico para encarnar al creador, no sólo por estas razones, sino también por su biografía desgraciada y por su tormentosa relación con la ninfa Eurídice, verdadero trasunto de otra relación amorosa que marcó a nuestro autor y que se desvela en la dedicatoria del texto: "Eugenia: tu alma en cada letra de este libro".
      El amor como tema global será el que marque la atmósfera de esta serie de poemas, un amor real que vuelve a echar mano del mito, que lo revive entre nosotros ¿por qué no? Cada vez es más flaca nuestra memoria, cada vez es mayor nuestra incredulidad y la moderna erudición cada vez se aleja más de las verdades que conmueven. Fuerza es, en este sentido, recordar las inolvidables páginas de su Atlántida interior, que en su primer capítulo, "La experiencia docente" revela el encuentro del poeta con la causa del amor que zigzaguea por la mayor parte de los versos de este libro. He aquí su pintura: "Surgieron por doquier cuchicheos y risas en tanto mi vista singularizaba un rostro dulcísimo, cubierto por dos grandes bandas de cabello rojo, un rostro oval con unos ojos traviesos de los que partía una mirada incisiva a la que en breve estuve rendido. ¡El corazón, tanto tiempo dormido, volvía a amar! (pág. 15). Aquí tendrán comienzo, pues, los vaivenes que el amor de esa otra Eurídice provoca en el ánimo del poeta, quien piensa que con estos versos entona "el canto de cisne de su juventud", otra de sus hipérboles.
      Es importante destacar cómo lo mítico disfraza por un lado la historia real y, por otro, según el lector, la potencia. Estas figuras emblemáticas, más presentes en la primera parte del libro, le sirven al poeta para encauzar las emociones, los recuerdos y acomodarlos al mito, más visible, más concreto en algunos poemas que en otros. En este sentido resulta profundamente revelador el texto que abre el libro, "Nausica", y anunciador también de la atmósfera del resto del conjunto. En "Nausica" se recrea a modo de referente, el naufragio de Ulises, tras abandonar la isla de Ogigia pero, en realidad lo que se evidencia no es otra cosa que el naufragio espiritual del poeta -nuevo Ulises- que llega a la arena de la hospitalidad que Nausica -la amada- le ofrenda, como también le muestra la puerta de la esperanza y del amor. El paralelismo es absoluto. Lo mismo ocurre en la mayor parte de los poemas de este primer ciclo del libro, que podría establecerse hasta "Soledad de Orfeo". En esta primera parte la órbita general está marcada por la mitología grecolatina y van a ser dioses, héroes y fábulas los que formen la estructura sobre la que se traza la confesión amorosa, según se indicaba más arriba. Célebres parejas atraviesan los versos parangonándose en sus hechos con las aventuras amorosas del poeta y su amada: Nausica y Ulises, Hero y Leandro, Narciso y Eco, Acis y Galatea, Héctor y Andrómaca, Dido y Eneas, etc. Al igual que éstas, el creador y su amada viven el amor ingobernable, cambiante, glorioso y desgraciado a un tiempo. La realidad y el presente se filtran contrastando con intensidad con lo mitológico. La ciudad abre su escenario desde esa hora "de los periódicos a la tarde" en que la luz es "luz cadáver", hasta esa otra en la que "ruedan los autos sobre la entrelluvia", pasan "vagos camiones" o duermen todavía "los propios cartoneros"; hasta esa hora, en fin, en la que "con su blanco reloj, cíclope inerte / vigila el campanario su imagen en los charcos" (pág. 149). Tiempo para el encuentro o para el desencuentro, que Fernando de Villena tiñe de una agudísima melancolía. El poema "Marte" podría ilustrar ese ambiente nocturno en el que se llega, tras dolorosos recuentos, a conclusiones desesperanzadas:

                   Desnudo y solo en este duro campo
                   de silentes batallas,
                   sin más armas que el breve cigarrillo,
                   sin otras cordilleras ni otros fuegos
                   que la sábana dócil, repetida;
                   desnudo, solo, y como tal no ausente,
                   recordando ese instante en que las aguas
                   encienden su violetas
                   y la espuma de argento se pretende,
                   descubriendo las venas arroyos de alacranes;
                   desnudo y solo y solo tantas veces,
                   dolorosa e inútil como resurrección,
                   he temido y temido la mañana.

                                                                (pág. 147)

      La contraposición real entre pasado y presente; la misma confrontación efectiva del amor real con el amor paradigmático del mito, que se decantan en este libro y, además, la clara intencionalidad de su manejo desdicen en gran medida el pequeño recelo que Miguel García-Posada parecía albergar sobre esta obra, en el sentido de que tendía hacia lo mimético o de que miraba excesivamente al pasado. Esto parece desprenderse de su crítica a La tristeza de Orfeo en "ABC Literario" del 4 de abril de 1987, en la que, afortunadamente, contrarresta ese recelo con agudas observaciones estilísticas: "De la poesía barroca sobreviven algunas tonalidades, la adhesión a ciertos esquemas de estilo, pero contenidos y formas resultan inequívocamente modernistas. Así ocurre con el tratamiento del erotismo, más o menos mórbido; la sentimentalidad declinante y los típicos paisajes crepusculares, los temas marinos y los jardines. En el plano rítmico se eligen módulos muy marcados (ver el poema "Jardín de las Hespérides", página 38, en alejandrinos de cuatro acentos, como en la "Sonatina" de Darío). Y en el campo léxico e imaginativo domina el vocabulario preciosista, aristocrático o aristocratizante". Juicios certeros, sin duda, y también juicios de valor no menos atinados: "Fernando de Villena posee indudables cualidades. En primer lugar, y sobre todo, oído. Tiene además percepción para el paisaje y su formación literaria se traduce en una escritura y composición ajustada, orgánica".
      No obstante, me parece oportuno matizar el cariz del elemento modernista en Fernando de Villena, que yo creo más próximo a la línea sensitiva juanramoniana (heredera de Bécquer), que al vendavalismo de Darío. En este sentido percibo su obra totalmente instalada en la modernidad y no sólo eso, creo que de esa modernidad es Fernando de Villena uno de los mejores ejemplos y acaso no por otra cosa que por frecuentar a los clásicos que son sus más preclaros contemporáneos. Se ha repetido aquí varias veces: no es ésta una poética estancada que reproduce esquemas consabidos; cualquier lectura en esa dirección resulta miope. Sólo desde la voluntad de romper, de provocar y de innovar puede entenderse la atmósfera de paroxismo lírico de sus libros. Ese paroxismo lírico es constante en casi todas sus obras y constituye aquí un ejemplo de esa voluntad de ir más allá, de arrancar al lenguaje sus rincones secretos en los que se instalan otra sensorialidad y otro pensamiento. Muestras de ese léxico modernista más atemperado, más próximo a la sentimentalidad juanramoniana podrían ser al azar: "senos de luna", "estrellas salpicando", "labios de diosas", "concento de sirenas y pájaros", "risas de iris vivos", "antiguos pigmaliones", "rosas de oro breve", "playas de argento", "mar en los ojos", "manos palpitando", "líquenes vagos", "islas deliciosas", "tímidas violetas", "hojas caídas y ninfeas blancas", "crestados dragones de alma roja", "historia de oleajes y palmeras", etc. En medio de este clima es imposible guardar la compostura o el hieratismo al que nos invitan tantos otros libros. Aquí hay otra solemnidad, la de la pasión en su estado puro, la de la emoción inevitable.
      A este que hemos llamado clima de paroxismo lírico, contribuye en gran medida la metáfora, frecuentemente vivificadora de la realidad o del paisaje, a través de la cual consigue el poeta cotas de expresividad y de plasticidad indescriptibles. Así, la luz del día que viene se convierte en "la mañana extendió sus unicornios", o la llegada de las sombras en "llegó la noche, etíope gigante"; la angustia de la espera en "esperarte en la hiel de cada esquina" y la ausencia de la amada trastoca hiperbólicamente la ciudad, pues "Se llenan de hospitales las calles sin tu falda / y se agrietan las fuentes de las plazas". Los ejemplos serían interminables.
      Muchos otros son los valores estilísticos del autor, que en ningún momento esconde cierta voluntad experimentadora, bien patente en poemas como "Día" o "Laocoonte", y que desdice a cuantos lo toman por simple emulador. El gusto por las palabras compuestas ("celeterno", "antemuerte", "entrelluvia", "venusmente", "yedramente", etc.), el uso percutivo de la duplicación y la reiteración: "desnudo y solo y solo tantas veces"; "soñar, sentir, soñarte nuevamente", etc.; el empleo de estructuras paralelísticas y finales sintéticos que condensan la emoción del texto; la adjetivación barroca, romántica, modernista; el entrañamiento, en suma, del paisaje y de la naturaleza, convertida en confidente del autor y la capacidad general de convicción que emana de estos versos nos persuaden de que estamos ante un autor que encarna el modelo que Eliot defendía: "el hombre escribe no sólo con su misma generación en los huesos, sino con el sentimiento de que toda la Literatura de Europa, desde Homero y, dentro de ella, la Literatura de su mismo país, tiene una existencia simultánea y compone un orden simultáneo..." Y en otro momento: "Ningún poeta ni artista tiene significado completo, él solo. Su significación, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y artistas pasados".
      Estas palabras que he citado de Eliot, las recordaba Salinas en un soberbio texto: "Aprecio y defensa del lenguaje" que fue originariamente un discurso pronunciado en la Universidad de Puerto Rico, recogido con posterioridad en su libro La responsabilidad del escritor y otros ensayos (Seix Barral, Barcelona, 1970). Y allí mismo, con tono rotundo concluía el propio Salinas, abundando en esta idea de síntesis de las diversas épocas que sirve de punto de partida al creador, dentro de la tradición: "Porque en el lenguaje actual del poeta, se vive, se repite, renovado, es decir, se revive el lenguaje de todos los ayeres de la poesía, que se hace presente, de nuevo" (pág. 47). Esta idea clave es la que nutre en lo esencial la obra de Fernando de Villena y explica sus lances a lo romántico, su voluntad de hacer perdurable el barroco o su apetito de belleza tan modernista. Pero también existe desde el principio una voluntad actualizadora que justifica su discurso, si no se evidenciara ésta en los poemas sí podría hablarse de juego, de pirueta o de artificio a secas.

FLAMING JUNE (LEIGHTON)
      La tristeza de Orfeo no es sólo un tapiz para la exhibición del mito. La aparición de éste se justifica, al igual que la renuncia a su uso en la segunda parte de un modo más sistemático, cuando se impone la confidencia del amor, un amor que tensa al máximo las fibras de su sensibilidad y le hace reflexionar también sobre la existencia, el paso del tiempo, el desengaño o la muerte. En la segunda parte es más evidente, en efecto, el trasfondo biográfico. En los poemas se aprecia la evocación de momentos en compañía de la amada y aquellos otros en los que, ausente, lejana, la realidad o la naturaleza son confidentes de su angustia. De hecho, todo este segundo tramo del texto está marcado con lo que el propio escritor llama en su poema "Nocturno" la fiera nostalgia de la amada perdida. Irremisiblemente los ecos de otro tiempo, el recuerdo insistente de unos cabellos rojos, la intensidad del amor vivido culminan en la infelicidad, en el desencanto fatal de las últimas composiciones.

Prólogo en tres capítulos

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