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ANTONIO ABAD


          Antonio Abad (Melilla, 1949) ha venido proyectando su sensibilidad creativa a través de muy diversos cauces expresivos: la poesía, la crítica literaria y artística, el ensayo, la narrativa, el dibujo, la pintura, el diseño editorial, etc. En todos estos campos ha dejado testimonio de su inquietud, de su inventiva y de la singularidad de su ingenio, siempre sorprendentes. Esta multiplicación de su actividad creadora no ha supuesto dispersión alguna, contra lo que pudiera pensarse, antes al contrario ha contribuido de manera notoria a enriquecer su apuesta por las opciones mayores a las que se ha entregado desde muy joven: la lírica, la plástica y, más recientemente, la narrativa.
          Como poeta se dio a conocer, a finales de los setenta, con un libro lleno de novedad en el panorama de aquellos años: El ovillo de Ariadna (Ánade, Granada, 1978). Esta primera entrega constituía el final de todo un proceso de


OPERA PRIMA

decantación estilística que arrancaba de años anteriores en los que decidió renunciar a un buen número de poemarios acabados de indudable valía, de ahí que su voz ofreciera en aquella aparición inicial una depuración y una madurez que fueron reconocidas unánimemente por la crítica. Entre otras muchas novedades El ovillo de Ariadna presenta algunas de las claves de la poética de Antonio Abad, más tarde reconocibles en otras obras, así su apuesta por la recreación mítica; su vocación mediterránea; su defensa de determinadas posturas éticas; su gusto por la transgresión; su enorme capacidad fabuladora; su interés y cuidado por la arquitectura del discurso; su desbordante sensorialidad; sus dotes para la creación metafórica; su innegable poder de sugestión a través de una pluralidad de voces poéticas; su dinamismo temporal en el que conviven y se alternan pasado y presente, tradición y modernidad, etc. Además con este libro se marca uno de los enclaves míticos preferentes en su obra: el entorno mediterráneo y clásico, frontera a su vez entre otros dos mundos mitologizados también a través de sus versos: el enclave norteafricano, con sus constantes árabes y el de la Europa actual, símbolo negativo de un occidente, opuesto de manera significativa a los valores permanentemente evocados de la cultura oriental. Obra turbadora, en suma, que acercándose a lo dramático, conjuga la oposición de los principios masculino y femenino, a través de la intervención de varios personajes fundamentales: Teseo, Ariadna (Adna), el Minotauro, Teseo/Antonio y Antonio, a la vez que amplifica la recreación mítica, articulándola en dos planos temporales, el del pasado y el del presente, que supone la aparición y el protagonismo del propio autor. Monólogo y diálogo se alternan, al igual que otra nutrida serie de símbolos que emanan de la propia urdimbre del mito.


MISERICOR DE MÍ

          Misericor de mí (Rusadir, Granada, 1980), su segundo libro, supone una nueva indagación del poeta en el misterio de la existencia. El título nos recuerda aquel poema de Lope de Vega, ejemplo habitual de deprecación: "Misericordia de mí/ Señor, si a juzgarme vienes, / según las muchas que tienes, / y resplandecen en Ti:...". Su palabra se hermetiza ahora, acorde con un tono sálmico y reflexivo, próximo en su formulación a la poética de Miguel Fernández, con quien mantiene el autor una estrecha relación amistosa por aquellas fechas. Verso corto, elipsis, ceremonia ritual y desesperanzada que subraya la indefensión del ser frente al vacío, la injusticia ciega, la miseria, el paso del tiempo o la muerte:

No hay nada.

Miro en el gozo tan sólo cristal
que hierve en humos, aires,
lentos, celestes miedos
que son de la amargura.

No hay más que dolor.
Dolor de olvido,
de soledad, de tiempo
aquí,
en esta antigua noche
donde infinitas sombras
derraman los ensueños.

            (Pág. 29).

          En abierto contraste con el desvalimiento espiritual de Misericor de mí, y publicado en el mismo año de 1980, apareció en la malagueña colección de "Corona al Sur" su libro Mester de lujuría, integrado por una serie de poemas eróticos que suponen un intermedio vitalista y gozoso en la evolución de su trayectoria lírica. Humor, atrevimiento, provocación, contrastan desenfadadamente con la atmósfera existencial más frecuente de su poética. De este modo veremos que el derrotismo anterior es sustituido por la celebración irónica y desembarazada, visible en textos como "Ejemplo de yacer con mujer muy resuelta", "Postura del acostar con bríos" o "Maneras para aquellos que a la doma tienen por oficio", en los que el erotismo intenso sustituye ahora a la salmodia eticista y desencantada de su entrega anterior:

Y se inclinó en el lecho volviendo posaderas
como perra vencida de acose en el celar.

Yo le asesté un empuje viril sobre la grupa
hincándole mi espuela de ardiente precisión.

Ella encajó el envite. Jadeante trotó
por los campos de sábanas
alegre y sudorosa.


INVENCIÓN DEL PAISAJE

          Justo un año más tarde obtiene con Invención del paisaje el Premio "Ciudad de Linares, 1981", si bien la obra no se edita hasta 1983, en la colección "Ánade" de Granada, que yo dirigía. De la misma se imprimieron cien ejemplares aparte, con portada especialmente diseñada por el artista Diego Santos. Invención del paisaje supone una vuelta a su discurso habitual, y es sin duda un texto mayor en su evolución poética. Se trata de un regreso, de un retorno a los orígenes, que protagoniza el propio autor. Vuelve éste a sus raíces y recorre los parajes de la juventud, los lugares que antaño fueron el decorado gozoso o triste de la vida. Allí los personajes con nombres ficticios (Refrontes, Evutenio, Sidora, Arxós, Mantuplia, Timesio, Junlo, Utis, Clera, etc.), al igual que los rincones renombrados (el mar de Xilón, Saníbal "la tierra de aquel padre", Biria, "la vieja Ortaca", Binuria, Cruneria, "las cúspides de Litia" etc.) se superponen en otra conjunción de temporalidades. Un deje evocativo y nostálgico impregna, a veces, de amargo fatalismo el proceso de reconocimiento de lo que fue y no es o sigue siendo de otro modo, quizás más doloroso.
          Estructurado como un díptico, la primera parte ("Habitada presencia"), alude más bien a los lugares, a lo físico, a la geografía espiritual de la infancia, que le permiten el reingreso en los predios o en las ruinas de aquella otra edad, propiciando su personal ajuste de cuentas con el pasado, mientras que la segunda ("Pórticos del sentido") se orienta más bien hacia la rememoración de lo familiar, de cuanto se refiere al círculo íntimo de los padres, hermanos, amigos o parientes, que camuflados tras los sonoros nombres, constituyen la estirpe y componen el elemento humano del hogar del poeta, justo en aquella época en la que éste se iniciaba a la vida.


GLADYS ROSEMBERG

          La profesora Gladys Rosemberg ha dedicado un interesante estudio a la obra del poeta, que titula con uno de sus versos : Alas de tigre, dientes de paloma. La articulación de la mitología griega y la tradición arabigoandaluza en tres obras de Antonio Abad (Melilla, 1995). Centrándose más bien en los aspectos formalistas incide en el análisis de El ovillo de Ariadna, Invención del Paisaje y El arco de la luna, cuyos textos se reimprimen a continuación de su análisis. A propósito del segundo, afirma Rosemberg: "Los materiales ideológicos de Invención del paisaje están constituidos por una visión del mundo que propone la recuperación de una cultura como

fundamento de la constitución de la identidad social y personal; esta cultura es la arabigoandaluza y su núcleo está ubicado -mediante una deixis fuerte, indicada con tipografía mayúscula en el primer poema- en el Sur-un sur que, desde el norte de África, concierne a España" (pág. 32). Esta afirmación es cierta, en general, para toda la obra del poeta, si bien opera de manera más evidente en su siguiente entrega, El arco de la luna. En ésta, el sur, es un territorio contagiado de mediterraneidad clásica, universalizado a través del gusto por la nominalización de los espacios y de los personajes desde una perspectiva clásica, que lo acerca más al mundo griego, aunque el poeta no deje de referirse, sin duda alguna, al espacio mítico norteafricano. Mediterraneidad luminosa en el viajero que reinventa el paisaje y que circula por él, con una herida incurable de zozobra:

Crucé la vieja Ortaca, los paseos de Cuzcle,
los llantos de la madre
que ofrecía sus escarnios
a la diosa Britina.

Subí por las aristas
que avivan los recintos. Pregunté
por Timesio, por Junlo, por la pequeña Utis,
por este resignarme
dolido en los pretiles.

Mas la flauta piaba
nostalgias de otras cúpulas.

(Pág., 19)    

          Libro capital, sí, que supone la consolidación de su voz, personalísima y diferente en el reciente panorama poético. A él se une el título siguiente que prolonga las mejores virtudes de su poética y que fija, definitivamente, el territorio mítico primordial, que ha sido la fuente de inspiración más vigorosa de su última etapa, tanto en lo lírico, cuanto en lo narrativo: Quebdani. Quebdani, en efecto, será el nombre que encubre los enclaves magrebíes, en los que vivió el poeta y da título a la primera parte de su siguiente libro, El arco de la luna, así como a su primera novela.


EL ARCO DE LA LUNA

          Con El arco de la luna (Rusadir, Melilla, 1987), obtiene Antonio Abad el Premio Internacional de Poesía, convocado por el Ayuntamiento y la Universidad de su ciudad natal, en la edición de 1986. Supone, hasta ahora, la cima de su escritura y constituye, a mi parecer, junto con Invención del paisaje lo más significativo y relevante de su producción como poeta. Dividido en cinco apartados, el primero recrea, como anticipaba antes, las claves míticas del entorno rifeño, en un ir y venir desde el recuerdo al ahora de la escritura; fundiendo diferentes etapas experienciales y emotivas, que incluyen la anécdota personal y la recreación de otros valores comunitarios. Hombre y colectividad, historia y biografía se dan cita en una ceremonia de añoranzas y de paisajes, de ritos y de emociones plenas de cromatismo y de efectos sensitivos; ceremonia, digo, impregnada de cierta rebeldía no exenta de amagos pesimistas, próximos a la renuncia o a la conciencia de cierto vencimiento espiritual:

Sidi Mohammed ben Abd-el-Krim el Jatabi
cabalga todavía. Los cerros plateados
se alargan con su sombra,
verdean las vaguadas al paso del corcel,
¿de quién fue la derrota?

Después de la vendimia de los sables
recogimos un poco para esto
tan frágil que se llama vivir.

Quebdani en el cinabrio de sus lomas angostas
-el autobús enfila la cuesta y relincha-.
Se va quedando un té de aturdimiento
reseco por los labios.

(Págs., 25, 26)


MÁLAGA

          Frente a la rememoración sentida de lo magrebí, la nueva ciudad del poeta: Málaga, en la que vive desde hace años, representa al occidente europeo y es símbolo, pero negativo, de civilización y de progreso. Es "Ciudad sin paraíso", en clara alusión aleixandrina. El campo semántico de la negatividad se pone de manifiesto en los seis poemas de este apartado. El último llega a apostrofar irónicamente a sus poetas, "incautos paladines/ de la razón oscura"... Sólo el oriente simbólico e ideal, redime, como se desprende de su apartado central "Amanecen incendios orientales". De ahí que en las dos secciones finales se abunde en esa oposición: por un lado en "Exilio en Aghmat", y por otro en "Descrédito del sur". En la penúltima serie referida al exilio se produce la identificación del autor con el rey poeta Al-Mutamid, con quien dialoga, y a quien se siente próximo por cuanto significa como referente humano de un mundo de valores árabes, insistentemente añorado por Antonio Abad y, por otra parte, al sentir en él y con él la complicidad de la poesía... La dicotomía del mundo árabe idealizado frente a la civilización europea, la resolverá el poeta tomando partido definitivamente por el primero, de manera más transparente en el poema que cierra el libro. Tras el conocimiento de ambos mundos Antonio Abad se ampara en secretas razones de orden sentimental y vivencial para elegir lo árabe, para instalarse y fundar su escritura en el Sur, un sur norteafricano, mogrebí, rifeño, a pesar de que esa escritura esté teniendo lugar, paradójicamente, desde un sur europeo.
          Estamos, pues, ante un poeta que ha sabido fundar su propio mundo lírico, en conexión con la mejor tradición arabigoandaluza,


APUESTA POR LO ÁRABE

y que ha conseguido acuñar un lenguaje propio para transmi-tirnos ese universo personal. Verso esencializado, enumeraciones que apelan a lo sensorial, descripciones transgresoras de lo real, fecunda actividad metafórica, gusto por la dimensión simbólica, por la liturgia y la fabulación fabulación, que no esconden una clara conciencia ética y reflexiva ante los reclamos engañosos de la hora presente. Su condición de hombre fronterizo impregna su palabra de matices muy varios, porque él prefiere que su discurso sea mestizo, sensitivo, heterodoxo y que su verso sabio no deje nunca de sorprendernos, de desconcertarnos, de provocarnos con esa rara belleza que -estoy convencido- podremos comprobar, una vez más, en su lectura de esta noche.

JOSÉ LUPIÁÑEZ


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