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FELIPE ROMERO

       Una de las lecturas más regocijantes de los comienzos de este verano me la ha proporcionado la novela de Felipe Romero, El segundo hijo del mercader de sedas (Ánade Narrativa, Granada, 1995). A través de sus páginas he podido volver a un tiempo que fue clave para la historia de nuestro país y de nuestra cultura: me refiero aquellas décadas de finales del siglo XVI y comienzos del XVII, dorados siglos entre los cuales tiene lugar la vida de un personaje apasionante: la del monje carmelita Fray Alonso del Amor de Dios. Nos desvela éste, al desgranar los episodios de su propia biografía, la encrucijada de una España inflamada por la fe, que acabará negándose a sí misma al expulsar a los últimos musulmanes de todas sus tierras. Tiempo mágico y difícil también, en el que van extinguiéndose los optimismos renacentistas y abriéndose paso los sentimientos de pesimismo, en un Imperio que inicia su declive y al que sólo va quedándole la excusa de defender la ortodoxia del catolicismo, para encubrir sus muchas otras carencias.


PRIMERA EDICIÓN

       Felipe Romero, sobradamente conocido en los círculos granadinos por su dedicación a la abogacía y del que sólo habíamos leído algunos textos referidos a la pintura de su mujer, la artista naïf Maripi Morales, nos sorprende ahora con esta más que lograda ópera prima que es, ante todo, un homenaje de amor indiscutible hacia la ciudad de la Alambra. En efecto, Granada, la cuna de su nacimiento, comparte protagonismo con el carmelita Alonso Lomellino, segundo hijo del mercader Esteban Lomellino, quien se asentó en la misma, procedente de Venecia, en el verano de 1576. En ella no sólo consiguió una enorme fortuna, sino que casaría al poco tiempo de su llegada nada menos que con María de Granada, descendiente de la princesa Cetimeriem y del moro Yahya al Nayyar, cuando acababa de cumplir los catorce años y el caballero italiano sobrepasaba en dos los cuarenta.
       La novela, por consiguiente, se supone transcripción de las memorias del monje que, hacia el final de sus días y desde el retiro de su celda en el convento de los Mártires, hace repaso de su vida, mientras aguarda ya “esa muerte tan esperada” que coronará una existencia azarosa coincidente en tantos hechos con la circunstancia de aquellos hombres que fueron sus contemporáneos. De tal manera el escritor recurre a la técnica del manuscrito encontrado y se supone que los viejos papeles que componen la historia son el pago con que una anciana mujer corresponde al autor por unos trabajos “que como abogado le había realizado. Esta mujer era biznieta de un albañil que en 1892 encontró los manuscritos entre los muros del Convento de los Mártires, de los carmelitas descalzos, al derruirlo”. De este truco literario se nos da la noticia en la nota de la contraportada.
       Lo que no esconde artificio y comprueba el lector desde las primeras páginas es la capacidad narrativa de Felipe Romero, que nos presenta los sucesos que nutren su novela con un estilo sobrio, fluido, y con una sencillez y naturalidad tales que una vez comenzada es imposible de abandonar. No apuesta el autor por las graves fórmulas expresivas, por los juegos lingüísticos rebuscados, por el lujo verbal… Ni siquiera tiende a la imitación arcaizante que pudiera imprimir un mayor verismo a su relato: es el suyo un estilo próximo a la confidencia cálida y a aquella norma de noble llaneza que reclamaba el propio Fray Luis como ideal para sus escritos. Detrás de este mecanismo expresivo se esconde, eso sí, una profunda documentación y un conocimiento pormenorizado de la época, de las costumbres, de los oficios y ritos de la cotidianeidad, en suma, que conforman aquel tiempo de crisis en el que se desenvuelve la vida del protagonista.


EXPULSIÓN DE LOS MORISCOS

       El conflicto central que vertebra la obra trata de dar respuesta al hecho insólito de la expulsión de los moriscos a más de un siglo de la rendición de Granada. Y la respuesta que ofrece el novelista es clara y tiene que ver con el problema religioso en el que se debate el imperio. Frente a la riqueza, a la prosperidad, al progreso que supone la convivencia y entrecruce de culturas; frente a la diversidad y al mestizaje real “era preferible un reino en la miseria que un reino de herejes, como en la mayor parte de Europa”. Caso que pasará a ilustrarse desde la circunstancia específica de la ciudad de Granada que, tras la expulsión de sus auténticos artífices, quedaría condenada a una ruina de siglos y a un futuro incierto: “Sus campos quedarían abandonados, sus ganados sin pastores, las fraguas sin herreros, sin posibilidad de construir nuevas iglesias por la carencia de alarifes, las maderas se pudrirían en los cobertizos al no haber quien las tallase, las huertas de la Vega sin buenos hortelanos que sepan llevar el agua por acequias y atarjeas, y los tejedores, los tintoreros, los tundidores, expulsados de la ciudad en la que ya no habría ni lana ni seda” (Pág., 219).


MORISCOS

       Toda esta nostalgia es la que aquí se recrea a través de la vida del hijo segundo de un noble comerciante que, según la costumbre, estaba destinado a la carrera eclesiástica. Los hechos se suceden y se articulan en torno a cinco grandes núcleos narrativos. Las primeras páginas se detienen en la atmósfera de la casa familiar en la calle de Lepanto; la casa del poderoso mercader entregado al negocio de la seda y a la pasión por el oro; ganar dinero, acumular riquezas son los afanes diarios de la familia en la que vive el niño Alonso, que contempla el fasto de la gran casa repleta de criados y servidores. Un segundo tramo gira en torno a su periodo de formación que, tras los años en el colegio de Santa Catalina, próximo a la Catedral, se completa con las visitas del oven al palacio del arzobispo don Pedro de Castro Cabeza de Vaca y Quiñones, en donde se decide definitivamente su futuro de hombre de iglesia.


MORISCA

       Un mundo aparte se nos ofrece al margen de cuanto encarna la disciplina anterior: es el espacio de la libertad, de la naturaleza, del amor, que se asienta en la huerta de Gójar, en donde vive la niña Aisca. Allí pasa los veranos el joven Alonso de Granada y allí conocerá la pasión entre los brazos de la hermosa morisca, cuyo recuerdo le aguijonerá de por vida. Paralelo a este espacio narrativo, el de la casa de su maestro Alonso del Castillo, en la Cuesta de María la Miel, desencadena registros emotivos, sentimentales e intelectuales. Allí se forjará ideológicamente la heterodoxia del futuro monje, al amparo del maestro, también morisco, que compone en secreto los libros plúmbeos del Sacromonte. Su manera de entender el conocimiento, lejos de los reduccionismos católicos, se abre hacia una concepción universalista que descansa en la convicción de un monoteísmo, de la fe en un Dios único y solo para todos los pueblos, para todos los hombres. Ambos núcleos subrayan la relación del protagonista con la pureza de la tradición árabe que contrasta llamativamente con los ámbitos anteriores, en donde persisten las claves cristianas. El


SAN JUAN DE LA CRUZ

enfrentamiento de los dos universos en la novela dará pie al conflicto entre ideologías, al producirse el choque entre las dos formas de concebir el mundo que aportan ambas culturas. Con el corazón repartido entre las mismas alienta la existencia del rebelde y sometido Alonso de Granada, como vive Granada, aquella Granada, por todos los rincones de esta historia y no como simple decorado, sino como un personaje casi de carne y hueso, del que nos queda la constancia de su misterio resucitado y de su bullir cotidiano.
       El último tramo narrativo que enlaza con los primeros compases de la novela se refiere a los últimos años de la vida del monje que, como tal, ingresa en la Orden del Carmelo y descubre la obra y la tradición carmelitana de San Juan de la Cruz. El referente en esta ocasión será el convento de los Mártires, ejemplo del avance de un cristianismo que va borrando las huellas del Islam, el peso de cientos de años de una cultura que se ve desplazada por otra en su afán de autoafirmarse. Años de misticismo y de escepticismo que confluyen en la amplia y soleada celda desde donde se contempla la blanca silueta de la Sierra Nevada.


SIERRA NEVADA

       Hermosa historia de la pasión por un territorio que sabe mantener en vilo al lector desde sus comienzos y que se nos transmite con el humor y el desparpajo de un estilo envolvente, ágil, directo, abonado por la añoranza y sostenido por un profundo y documentado estudio de la época que le sirve de marco. Pasa así este relato, por derecho propio, a constituirse en una de las obras mayores inspiradas en la ciudad emblemática y a darnos aviso de un autor con cuya voz hay que contar, no sólo para definir la esencial del viejo reino, sino para gozar del placer que nos depara el milagro de la alta, sorprendente, sabia y siempre eficaz literatura.

JOSÉ LUPIÁÑEZ
Diario MÁLAGA-COSTA DEL SOL
Suplemento PAPEL LITERARIO, nº 126
Málaga, 29 octubre 1995




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