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JAIME OLIVARES


       Desde el pasado día 10 de noviembre hasta el 9 de diciembre habrá permanecido expuesta en la sala de arte del Centro Cultural La General una muestra pictórica de Jaime Olivares Gerardin (Jaén, 1968). Noviembre no ha sido para mí un mes muy propicio, así que hoy miércoles siete de diciembre, dos fechas antes de su clausura, en esta mañana de lluvia y de caos circulatorio, me he acercado a la sala para observar con calma la obra del artista jiennense, que estaba deseando contemplar de cerca. Saber que Jaime Olivares es el hijo del excelente pintor Fausto Olivares, recientemente desaparecido, hacía más vivo mi interés por conocer hasta dónde un artista joven es capaz de quintaesenciar la influencia paterna, cuando ésta irreversiblemente se da, aunque sólo sea como referente. José García Pozas ha tenido la gentileza de abrirme expresamente la muestra y la elegancia de dejarme disfrutar a solas de los cuadros.

       Así que he visto, con tiempo, la exposición que recoge más de una cuarentena de obras, la mayoría en formatos medianos y pequeños. Diferentes ejes temáticos las agrupan ofreciendo al espectador los mundos independientes que han captado el interés del artista en estos últimos años. La mayoría de las piezas son del 93 en adelante, aunque puntualmente se ofrece alguna que otra anterior. Es decir, hablo del comienzo de la trayectoria de un autor, que ofrece los primeros frutos de su obra, pero que ya puede enseñarnos con toda autoridad un universo propio, sólido, lleno de claves individuales, y resuelto con una factura más que notable.
       Jaime Olivares se inició en el dibujo y en la pintura en la Escuela de Artes y Oficios de su ciudad natal. Contó, sin duda, con la experiencia y el consejo, nada desdeñables, de su propio padre. En 1985 se trasladó a Estrasburgo para cursar estudios superiores; allí se licencia en Artes Plásticas en 1989 y, en ese mismo año, comienza a impartir clases como profesor de dibujo en un instituto de Saint-Dié. En la actualidad prepara su tesis doctoral y vive entregado a la creación de la propia obra, que es ya lo suficientemente rica como para haber dado pie a numerosas exposiciones, tanto individuales como colectivas. Completa este rápido perfil un hecho que me gusta reseñar y es su vinculación como artista al mundo del teatro universitario, para el que ha realizado numerosos carteles y decorados.

       A mi parecer esta colección que nos ofrece Olivares resume cuatro frentes distintos, en lo que respecta tanto a temas como a técnicas utilizadas. En primer lugar nos saluda una serie de ocho bodegones lujuriantes, verdadera-mente sorprendentes en su resolu-ción y en su entendimiento personal del género. En realidad forman una suite armónica en la que se proponen variantes sobre una concepción básica de la que se extrae un enorme partido, desde el punto de vista plástico. Se trata de obras de intenso cromatismo, refrescantes, ágiles en su composición, que nos transmiten una suerte de alegría vegetal a través de sus frutas. Las frutas (granadas, uvas, cerezas, manzanas...) son las protagonistas de las tablas y en ellas flotan, dulcificadas, idealizadas, como explosiones sucesivas de color en medio de los cuadros (tabla o cartón, las más de las veces) resueltas con técnicas mixtas. Una atmósfera de amarillos, verdes, rojos, azules, ocres, blancos, etc. dialoga con las formas, concebidas con suelto dominio del dibujo y la incorporación de cierto dinamismo en los trazos, que confiere al conjunto la apariencia de movilidad permanente.
       Es la curiosidad por la dimensión frutal, vegetal. De ella se destacan los frutos en sazón y hay algo de festivo, de rito exaltado, en la mirada del artista. Sus bodegones huyen del invierno y se refugian en el verano y en el otoño, las estaciones doradas; por eso son áuricos y brillantes: veladuras, destellos, gotas de luz, como las lágrimas de Pancho Cossío. A este respecto pueden verse muy bien, con Debussy cercano, sus Cerezas, sus Manzanas al Cristal o su Rincón de Frutas. Sigue a continuación un grupo de tauromaquias, seis en total, realizadas sobre pequeños formatos. Son aguadas muy sobrias que se han ordenado de un modo creciente. Las primeras ofrecen resoluciones muy esencializadas en las que dominan el rojo de los capotes y el negro del toro, apenas apuntados por trazos ocres. La figura del torero casi desaparece o queda relegada, como el ruedo, a unos simples trazos. El plano de la fiesta que subraya el artista es la lucha con el engaño que el toro lleva a cabo. Ya en las dos finales termina más el pintor las piezas y les añade una variedad cromática de mayor calado. Vistas en conjunto resultan composiciones muy airosas en las que, a mi entender, no tiene tanta cabida la dimensión trágica de la fiesta.

       Otra serie de obras se acerca más decididamente hacia lo onírico y lo simbólico. Compuesta por tablas en las que se evidencia una profunda preocupación por la búsqueda formal, ofrecen paisajes reitera-tivos que son algo así como una metáfora de lo hispánico. En todos suelen aparecer los mismos símbolos: las lunas, con un protagonismo esencial; los perfiles de pueblos encalados; los cielos azulencos y noctur-nos; los árboles sin hojas, retorcidos, violentos, negros y, sobre todo, la silueta del mapa semioculta. Estos elementos repetitivos son los signos probablemente íntimos, que definen su visión de España. No es de extrañar que estas imágenes sean recuerdos de viajes realizados por el pintor en la época de su juventud, como me comentaba García Pozas, y que mezclen, por tanto, elementos dispares que componen, no obstante, una visión de conjunto bastante coherente. En estas constelaciones sí existe una lectura más sombría. Lo pasional, hasta en lo matérico, marca el estado de ánimo del artista que, tengo entendido, dedica la serie como homenaje a la memoria de su padre. Interesante sucesión en la que las veladuras, los fragmentos más empastados, los matices del aerógrafo, y las vertiginosas ramas de esos árboles extintos, calcinados, como arañas desproporcionadas entre cimas y barrancas, nos vienen a dar noticia de una tierra fiera, intensa, épica, bruja, que el recuerdo compuso para el homenaje, pero también, sin duda, para la mirada y la pregunta. Buenas muestras son de cuanto afirmo las obras tituladas El Pico, Tierra Quemada, El Tajo, o Vereda Nocturna.
       Completa la muestra un conjunto de cuadros más heterogéneo y de factura anterior que brinda piezas de un indudable interés plástico: cuerpos en escorzos insólitos, que levitan o se esconden o que asoman desde un mar de signos o desde atmósferas densas y misteriosas en alcobas imprevistas. Aquí, ocasionalmente, sí hay más proximidad con la estética de Olivares padre, sin llegar, claro está, a la imitación servil. La herencia rige transubstanciada, reconvertida en voz propia, en idioma autóctono y personal. Aparece en ellas el elemento femenino: se trata de desnudos y de rostros de mujeres en esa fusión de realidad y carne, con fondo y fábula. Fábula de tonos, de gamas, de calidades, de geometría. El lenguaje es, en otras, goyesco y expresionista, como por ejemplo en El Susto, que recuerda al Saturno de Goya o incluso en Muñecos Circenses en donde el elemento dramático se atempera. Labios de carmín, muslos activos, torsos que se desvisten, senos, velos, caderas, cuerpos vivos asociados al rojo que cubre las estancias en las que Signos Hieren.
       Muchas líneas de trabajo abiertas y en todas sobresale un componente hispánico: lo frutal y mediterráneo, las tauromaquias esenciales, los paisajes simbólicos de la memoria en donde se recorta la silueta del mapa patrio alumbrado por lunas rotundas, el gesto desgarrado y goyesco para contar lo sombrío, el azul místico de la serie acuática, y todas ellas, digo, emparentadas con la cultura propia, pero a la vez matizadas por la lejanía, tocadas por la nostalgia de quien precisa reconquistar mundos y espacios y escenas o emociones vividas. La obra en marcha de un artista que, a juzgar por su oferta de ahora, promete cotas y niveles a los que habrá que atender, en adelante, con más detenimiento: apuesto por ello.

JOSÉ LUPIÁÑEZ
Semanario EL FARO
Motril, 9 diciembre 1995


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